Ilustración: pedripol
Partamos del presupuesto de que el Carnaval es una celebración de carácter popular basada en dos principios irrenunciables: la mascarada y la polifonía enunciativa. Mascarada en el sentido lacaniano, como producción performativa de una ontología sexual, de una manera de “parecer” que nos hace concebirnos como una cierta manera de “ser”. Por otro lado, polifonía enunciativa, en el sentido en que la formuló el narratólogo Mijail Bajtin, como forma de discurso múltiple que refleja el mundo social, que subvierte la misma autoridad en ese discurso, fomentando la mutua contaminación de las voces enunciativas y conduciendo, inexorablemente, a lo que lo estudios literarios han conceptualizado bajo la noción de ‘carnavalización del relato’.
El Carnaval es, por lo tanto, un juego de imposturas, un ‘tipo’ de drag-queens que a través de los mecanismos de la mascarada hace de quienes lo portan no tanto un ‘parecer’, sino un ‘ser’ una minoría sexual determinada (no utilizo aquí el término minoría en sentido estadístico, sino en el sentido deleuziano de ‘minoría simbólica’). Y es también un discurso polifónico, una multiplicidad de relatos de emanan de las más profundas raíces de la vida social, que no están sujetos a la autoridad de las academias, ni de las normas del decoro, ni de los preceptistas de todo pelo que se pueden encontrar en otros discursos más jerarquizados. Seguramente, fue en este contexto de ‘performance’ y narración que los chavales del Coro de los Estudiantes se ataviaron estos carnavales en Cádiz con los tipos y canciones que conforman el repertorio y la puesta en escena de Las Reinas de la Noche, una de las grandes revelaciones de estas últimas carnestolendas gaditanas y blanco de la violencia verbal y física de alguno de esos homófobos que aún siguen pululando por nuestra ciudad.
Cuando Bajtin, después de estudiar ampliamente la obra narrativa de Dostoievsky, descubrió la novela polifónica y una forma de narrar que él mismo denominó ‘carnavalesca’ (novelas entre las que citaba El Quijote), seguramente no consideró que en esa multiplicidad de discursos pergeñados de una polifonía enunciativa que solo podía encontrarse en estas novelas mencionadas o en manifestaciones de la narratología popular, como son los pasodobles y cuplés del Carnaval gaditano, entre esas múltiples e intrincadas formas de enunciación, se dejaba también en “el relato carnavalesco” un lugar para el discurso del odio.
Vivimos en una sociedad y un tiempo de haters, capaces de pasear ante la puerta de los principales centros educativos del país un autobús con consignas que violan la dignidad y los derechos de un grupo tan sumamente vulnerable, desde el punto de vista social, como son los niños y niñas trans. Capaces también de golpear a un corista disfrazado de drag-queen que regresa a su casa al consabido grito de “¡Maricón!”. La mascarada habría completado así su ciclo, establecido una identidad sexual que algunos han decidido excluida del espacio público, del poder de la enunciación. Realmente, poco importa si el corista agredido pertenecía o no a esa minoría estigmatizada. Lo aparentaba, y ello resultó excusa suficiente para descargar sobre él la violencia que la norma heterosexual y cisgénero instituye en los espacios colectivos donde se desarrolla la vida social.
Es una lástima que ‘lo políticamente correcto’ se esté convirtiendo en el único refugio de determinados ciudadanos, entre los que nos encontramos las drag-queens y los maricones, frente a los promotores del odio sexual. Y es una lástima porque la corrección política acabaría dilapidando esa forma carnavalesca de enunciar, de narrar, de reclamar más espacio para los discursos no institucionalizados ni reconocidos por la autoridad intelectual. Como si nada o muy poco se pudiera hacer frente a ese odio hoy convertido en auténtica industria discursiva sin dinamitar las bases de nuestro preciado ‘relato carnavalesco’.
No es de recibo que las fiestas populares de todo el país se estén convirtiendo año tras año en una fuente inagotable de noticias sobre agresiones sexuales y violencia de género. Porque puede, y debe, haber un Carnaval libre de lgtbqifobia. Puede, y debe, haber un ‘relato carnavalesco’ que no degrade a las mujeres, que no difame a los homosexuales y transexuales, que no devenga en estratagema para perpetuar viejas y acendradas dominaciones. Y construir ese relato ha de ser a partir de ahora tarea de todas y de todos.