Hay una corriente de opinión en los círculos de teóricos de la democracia y la sociología y filosofía política que señala algo que, a ojos no expertos, resulta evidente: las cada vez más frecuentes demostraciones o exteriorizaciones públicas de desencanto con los actuales momentos que vive la política democrática. Existe, sin lugar a dudas, un creciente malestar y descontento con los regímenes democráticos. Incluso desde la “intelectualidad”, da igual desde qué trinchera política se ubique, se estudia y concluye esta desafección acudiendo a diversas justificaciones.
El debilitamiento continuado de la libertad política es un atributo meridiano de nuestra cultura, incluso se pone en cuestión la validez del sistema como escudo ante cualquier tipo de acción política. Esta cuestión, no menor, la estamos comprobando casi a diario con paradojas o contradicciones burdas, pero eficaces, para el cuestionamiento de la democracia…en nombre de la democracia. Golpes de estado antidemocráticos que se han dado “para preservar el sistema democrático” y sin embargo, lo más eficaz, mejor dicho, lo que deviene como la forma que más resultado está consiguiendo, no es a través de asonadas militares, de hecho da la impresión que en las últimas décadas y si me apuran, en lo últimos años, entre las élites no democráticas hay un convencimiento de que no es necesario ese nivel de exposición ―golpes cruentos o tomas violentas del poder― porque se han dado cuenta que no hay mejor manera de acabar con la democracia que usando su buen nombre para acometer cualquier tipo de tropelía que la niegue. Fíjense que siempre que hay procesos electorales se dice, no sin razón, que los elementos más derechistas o menos comprometidos con la democracia, son los que más usan el poder del voto, aunque solo sea para intentar tomar el poder y a partir de ahí socavar los fundamento del sistema.
No obstante, hay también un cierto consenso social en situar a la democracia como la mejor prescripción para la convivencia en las sociedades. El problema surge en el concepto mismo de democracia, el cual nos lleva a estudiar al elemento definitorio de la misma, sin la cual, no podemos hablar de sistema democrático: la libertad. Todos podemos concluir que si conceptualizar el término democracia es complejo, hacerlo con su elemento básico como es la libertad, no solo aumenta la complejidad sino que incluso es el término que, con todas sus consideraciones éticas y morales, por su significado esencial para el ser humano, no es pacífico, es más, hablar de libertad es una lucha que en términos políticos nos persigue desde que, a finales del siglo XVIII, los ilustrados, sobre todo los que habrán de constituir los Estados Unidos de América y los que hicieron pedagogía republicana y cívica en Francia como Rousseau, enunciaron la libertad como frontispicio de su movimiento, que era no solo un movimiento político sino que lo era ―y muy definitivo para la historia de la humanidad―, cultural, social, económico, y si me permiten el abuso del término, existencialmente.
En esas estamos, en la demostración de cuál es el mejor modelo que defina la democracia.
Desde mi punto de vista profano, si pretendemos, y creo que es necesario sobre todo en el espectro amplio de las izquierdas, hacer esa revisión del concepto de democracia, hay que hacerlo desde una perspectiva abierta, sin empecinarnos en ofrecer un concepto casi divino del término. Directamente eso no es realista. Por lo tanto, acudiré a lo que pudiera ser un esbozo de dos posiciones en torno a esta cuestión las cuales, a mi parecer, encarnan las dos opciones más desarrolladas y de mayor profundidad histórica: el liberalismo y el republicanismo. Esto no quiere decir que no haya otras, por supuesto que las hay, pero desde un punto de vista más práctico convendría concluir que son derivaciones de las dos señaladas.
La democracia desde el liberalismo más clásico hasta el actual, tiene un déficit que la condena en su formulación práctica, lo que los expertos llaman democracia procedimental estableciendo la primacía de lo justo ―lo legal― sobre lo bueno ―concepto ético―. La concepción del ser humano como ente individual, cuestión esta que podemos considerar asocial y que entra en contradicción con nuestras experiencias de tipo ético y moral. Un tercer rasgo es la falaz “pose” de neutralidad política y equidistancia moral. Si solo somos capaces de conceptualizar la democracia y la libertad desde la práctica de los derechos, lo cuales son los que están recogidos, a su vez, en la compilación legal de un estado, estamos obviando la imperiosa necesidad de establecer conceptos, virtudes, valores, que en definitiva deberían ser lo más importante en la convivencia democrática pues serían éstos de los que surgirían las leyes.
El modelo de democracia republicana, el republicanismo ―no me estoy refiriendo a la forma de gobierno específicamente, aunque si recogemos en toda su extensión el ideal republicano, las fórmulas monárquicas o de regímenes autoritarios no tienen cabida, no solo por su extravagancia sino por su inutilidad en el desarrollo de una teoría de la libertad― como propuesta para la adquisición de virtudes políticas, como virtudes del ser humano como miembro de una colectividad. Hablamos del Común.
En el campo del republicanismo existen dos corrientes, no excluyentes, que señalan cuales son los elementos fundamentales del modelo democrático en cuanto al otro término que he señalado, la libertad. El modelo del Republicanismo basado en la definición de la libertad como no dominación, que defiende actualmente Philip Pettit, y el republicanismo comunitarista que pone el énfasis en el proyecto común, en el proyecto cívico a compartir. En esta última corriente podemos situar como referente más conocida a Hanna Arendt.
La crítica al republicanismo desde las filas del liberalismo es, más o menos y llevando esta reflexión a la actualidad, la que se realiza desde el ámbito de la derecha política que entiende la libertad como la libertad de hacer, o mejor dicho, defienden que la libertad solo desaparece cuando hay interferencia o coerción, es decir para un liberal no existiría una “violación de la libertad” por ejemplo cuando un trabajador sufre todo tipo de abusos por parte de un superior, o cuando una persona en uso de su posición de superioridad puede acceder a mejores puestos (Un ejemplo muy contemporáneo que nos puede servir para explicar mejor el concepto de libertad desde el liberalismo, es el que nos ofreció el expresidentes Aznar cuando reaccionó ante una campaña de la Dirección General de Tráfico en la que se disuadía de conducir habiendo consumido alcohol, éste señaló públicamente que el se bebía la copas que le diesen la gana y que en uso de su libertad el estado no podía impedírselo). Al no existir coerción no hay daño a la libertad
La concepción republicana explica otra concepción más adecuada de la democracia y por lo tanto de la libertad: la no dependencia de la voluntad arbitraria de otras personas o instituciones. Esto es republicanismo que, actualizada por los revolucionarios americanos como Paine y los franceses del XVIII, arranca entre los grandes políticos y filósofos de la Roma clásica republicana. Para que el poder institucional no sea arbitrario, es imprescindible que se ejerza buscando el bienestar de cada uno de sus ciudadanos como comunidad pública.
Para terminar, insistir en el poder del común, en la necesidad de que los poderes de lo público, en cualquier institución y territorio, velen por asegurar que la democracia y, desde ahí, la libertad, se convierta, no en un conjunto de procedimientos, no en una excusa para la dominación, no en un concepto que se pueda estirar como un chicle en función de quienes lo puedan usar. La libertad republicana, como conjunto de valores cívicos, es un modelo para el común y por tanto, aún con las críticas que se le puedan hacer, más democrática.