Lo he probado. La tan anunciada aldea global se había convertido en un territorio cercado. Y Facebook decidió cancelarnos la voz. Imponernos una suerte de clausura sobre el cuerpo. Acepté, pues, el envite de los delatores, denunciantes, guardianes de la moral de todo pelo, para pasarme durante un trimestre al movimiento por la desconexión.
Es más o menos el tiempo transcurrido desde que la empresa propiedad de Mark Zuckerberg decidió suspender la página de Cuerpos Periféricos en Red, un proyecto editorial alternativo que emanaba directamente de la cultura de los fanzines y queerzines de la década noventa, en un periodo de la historia del activismo social en nuestro país anterior a la eclosión de la Web 2.0, pero que trataba de adaptarse a las posibilidades de la nueva revolución tecnológica. Nos dejamos seducir por el concepto de la hiperconectividad. Qué digo concepto. La hiperconectividad se convirtió en poco más o menos que un apotegma. Nos entusiasmamos con el celebrado regreso al estado tribal de la comunicación. Hasta que la tribu empezó a dotarse a sí misma de regulaciones, prescripciones, criterios de uso, tipos penales que modularan aquellos periodos de guerra y paz desatados en los albores del siglo XXI en las lindes de la aldea global, como había vaticinado ya Marshall McLuhan a finales de la pasada década de los sesenta.
Facebook adujo que nuestras publicaciones tenían contenido pornográfico. Los anónimos denunciantes de nuestra página pudieron tal vez ampararse en el fondo del blog que servía de principal (aunque no única) herramienta al proyecto editorial: unas tiras de imágenes que repetían una fotografía de los artistas visuales argentinos posporno María Antonia Rodríguez y Martín Castillo Morales. La fotografía reproducía un conjunto de cuerpos enredados sobre una mesa escritorio. Cuerpos desnudos, que no mostraban ningún acto sexual explícito y apenas dejaban entrever sus partes ‘pudendas’. Pero con una importante carga sugestiva. Carga que sin duda no debieron soportar nuestros detractores, algunos de los cuales ya nos habían estado enviando amenazas y comentarios injuriosos a nuestras cuentas personales de Messenger.
Si para los raperos que difunden sus trabajos en las redes sociales los cenáculos del poder autoritario han encontrado una coartada democrática en el delito de exaltación del terrorismo, a los artistas y activistas maricas nos siguen persiguiendo las normas antiobscenidad. Y créanme si les digo que vivimos en una sociedad que tiende a calificar cualquier demostración más o menos explícita, e incluso no tan explícita, de sexo marica como un acto de obscenidad, solo representable en los espacios liminares del dominio social y virtual.
Es un viejo recurso. Un lugar común. Si se trata de argumentar contra las posibilidades de representación de los cuerpos no heteronormados. Criterios que apelan al ‘buen gusto’ (yo no discuto que pueda no gustarte un rap o una imagen homoerótica, sino que ello te confiera el poder de censurarlos), a ‘la protección de los menores’ y otra serie de topoi habituales en la retórica homofóbica de la cultura occidental.
Esta retórica neopuritana ya estaba presente en las sociedades occidentales antes de la era 2.0. Baste recordar los episodios de censura sin paliativos que sufrió la obra del fotógrafo Robert Mapplethorpe en la década de los ochenta, cuando la Corcoran Gallery de Washingtown canceló una retrospectiva de la misma por mostrar imágenes que se consideraron sexualmente explícitas o que denotaban un evidente componente homoerótico. El ultraderechista senador Jesse Helms llegó a presentar una propuesta para que se retirara todo tipo de ayudas públicas al arte a obras como la de Mapplethorpe. Hoy muchas de estas piezas también están censuradas en Facebook.
Ahora nos han tocado nuevos tiempos y nuevo vigía de Occidente. Donald Trump ha comprendido no solo que las redes sociales pueden y deben ser reglamentadas a partir de los principios de legitimidad del capitalismo tardío, sino que son también un importante punto de acceso a la subjetividad de sus usuarios y, consecuentemente, susceptibles de manipulación. No en vano aceptó la sugerencia de la empresa especializada en comunicación estratégica que se ocupó de su campaña electoral, Cambridge Analytica, de comprar a Facebook millones de datos personales de usuarios que se convirtieron en targets prioritarios de sus mensajes políticos sin ser conscientes de ello.
‘Informáticas de las dominación’, que diría Donna Haraway en los estertores de un fin de siglo gobernado por los reaganomics. Y el sexo, naturalmente, tampoco podía quedar fuera de este nuevo dispositivo de control y regulación. Las nuevas tecnologías de la comunicación han asumido hoy las prácticas y discursos de la policía médica, la epidemiología: Sintef, entidad noruega sin ánimo de lucro, revelaba la pasada primavera que Grindr, la mayor app de contactos entre hombres gays del mundo, había compartido datos tan sensibles de sus usuarios como su estado VIH con dos compañías contratadas para optimizar su programa informático. Datos que nadie puede asegurar que no vayan ser objeto de transacción mercantil o intereses necropolíticos.
Hemos despertado de la tecnofilia. Creíamos haber encontrado un altavoz para cada ciudadanx, logrado la democratización del concepto de opinión pública, pero algunos hacíamos lo de siempre: confesar nuestro sexo ante el poder, aquel que perdona, que te impone penitencia, que anota tus faltas en el libro de confesiones, que vigila tus malos pensamientos.
Ya lo ven. He llegado a empatizar mucho con lxs desconectadxs de nuestro ‘gran hermano’ primisecular durante estos últimos meses de clausura y cierre. Ahora estoy decidido a no confundir visibilidad con sobrexposición, a escabullirme entre los logaritmos de las apps que gobiernan la red para que el poder no me sujete, a no dejarme embriagar por lo que no es más que una simulación del encuentro con ‘el otrx’, a no confesarles mi sexo nunca más.