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Fernando de la riva

Fotografía: Jesús Massó

Un equipo es algo (mucho) más que un mero grupo de personas. Es un grupo de personas, si, pero que actúan de forma organizada para alcanzar un objetivo común.

O sea, que hay al menos tres condiciones para formar un verdadero equipo:

  • Las personas, que, por un lado, han de ser capaces de cumplir su función específica (los porteros parar, los defensas defender, los centrocampistas organizar el juego y pasar balones, los delanteros meter goles…) y, por otro, han de ser capaces de actuar coordinadamente con los demás, complementando sus respectivas funciones, porque si cada jugador retiene la pelota y pretende meter él solo los goles, el juego se hace imposible. En un equipo todos necesitan a todos.
  • La segunda es, precisamente, la organización, o sea, un buen reparto de papeles (de acuerdo con las cualidades y capacidades de cada miembro), la definición de las interacciones y combinaciones entre esos diferentes papeles, de los métodos o el estilo de juego común, las tácticas ensayadas, las jugadas preparadas…en suma, la coordinación de los esfuerzos individuales.
  • Todo ello, con un objetivo común, una misión clara y compartida por todos los miembros: meter goles (en el caso de los equipos de fútbol). Aunque el cumplimiento de ese objetivo no es tan sencillo, porque no depende solo de cada equipo y su habilidad colectiva sino también del equipo contrario, de las condiciones del campo, de factores ambientales o climatológicos… Un buen equipo deberá de ser capaz de jugar bien en cualesquiera condiciones, adaptando su forma de juego a las diferentes circunstancias, sin olvidar nunca su objetivo. Y no bastará con que haga jugadas bonitas si no consigue resultados. Un buen equipo debe meter goles y evitar que se los metan.

Esto es un verdadero equipo. Otra cosa, fuera de esas características, es una “pachanguita” en la que se pelotea, todos disputan la pelota a todos y los goles se meten, si los mete alguien, cuando surge la oportunidad, aunque sea en propia puerta.

Hacer un equipo no es algo que se improvisa, ni se decreta. Requiere mucha preparación, mucho entrenamiento previo: conocer las habilidades de cada cual y situarle en el lugar adecuado, encontrar las mejores combinaciones, pensar las estrategias más eficaces, desarrollar las tácticas, estudiar al adversario, ensayar las jugadas… Es el único camino para construir un buen equipo: planificar y entrenar, no se conoce otro medio.

Y un buen equipo necesita liderazgo, dentro del campo y fuera de él. Necesita jugadores con talento que aviven el juego, contagien entusiasmo y creen oportunidades. De la misma forma que necesita entrenadores que impulsen y motiven, orienten y dirijan, que preparen al equipo para superar dificultades y aprovechar al máximo todas sus capacidades colectivas.

Hay equipos que se llaman así pero carecen de muchos de estos rasgos: sus miembros –o una parte de ellos- no necesariamente cuentan con las capacidades personales necesarias para cumplir el papel que se les ha asignado, ni saben combinar sus habilidades con los otros, ni comparten un método común de juego, una misma forma de hacer las cosas, carecen de objetivos comunes claros (unos creen que se trata sobre todo de defender, otros de atacar, unos van a ganar, otros a no perder, otros a lucirse individualmente o a contentar a su afición…).

Tampoco tienen liderazgo ni dirección, cada cual hace –por su cuenta- lo que sabe y puede, como puede. No hay estrategias comunes, ni jugadas ensayadas. Y el juego colectivo acaba por ser una improvisación permanente, una suma de ocurrencias o genialidades (cuando las hay), una sucesión de jugadas individuales que raramente consiguen llegar a la portería contraria, a meter gol.

Cuando un equipo no funciona bien la culpa no suelen tenerla –al menos solamente- los jugadores sino el entrenador, el mister, que no ha sido capaz de leer bien las capacidades de sus jugadores y de armar una buena estrategia, un método de juego adecuado a sus cualidades y a las condiciones del campo, al adversario, al clima… Por lo general, suele faltar un proyecto colectivo, una visión general de lo que se quiere y se puede conseguir con ese grupo de personas, falta confianza y convicción. Pero los malos equipos y los malos entrenadores suelen echar la culpa al campo o al árbitro.  

Y así no es raro que se pierdan los partidos, se caiga en la tabla o se descienda a tercera división. Por mucho que hable bien de ti la prensa o te jalee la afición.

(¡Flipo en colores con lo que entiendo de fútbol! ¿O no era de fútbol de lo que estábamos hablando? Ahora que lo releo, todo podría valer… ¿para la política, por ejemplo?)

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