Ilustración: @pedripol
Cuando uno, o una, lee el final de Antes que anochezca, el desgarrador relato autobiográfico que el escritor cubano Reinaldo Arenas empezó a escribir, agazapado tras los matorrales del bosque donde se escondía, a la espera de que la luz solar le diera una tregua en ese silencio literario que le imponía no ya la censura castrista, sino el mero hecho físico de permanecer camuflado entre aquel follaje asilvestrado, húmedo y oscuro del Caribe, mientras intentaba encontrar visado y terminar escapando en el éxodo del Mariel, le puede parecer una exageración que acabe su novela culpando a Fidel Castro, como de todo, también de su muerte por infección de VIH, estando ya en Nueva York.
La hipérbole es una figura retórica consistente en ofrecer una visión desproporcionada de una realidad, amplificándola o disminuyéndola. Y ha sido un recurso fundamental en géneros claramente expresionistas de la literatura en español, como el esperpento valleinclaniano. A veces, las sociedades requieren de cierto reflejo deformado de sí mismas para captar el rostro ajado de sus miserias. Y es esta óptica de aproximación a la obra literaria lo que me hace comprender, a mí que, como buen andaluz, ando muy familiarizado con el recurso de la exageración, la aversión manifiesta que Arenas le profesó hasta su muerte al mandatario cubano ahora fallecido, símbolo de lucha antimperialista y decolonial en América Latina.
Hace ya más de dos décadas que no piso la isla. La última vez que estuve allí la sociedad cubana se encontraba inmersa en plena crisis de los balseros, por lo que no se hallaba en su momento más tranquilizador. Quiero decir, yo no he conocido de primera mano el aperturismo en materia de diversidad afectivo-sexual que ha impulsado Mariela Castro durante los últimos años en Cuba. Ni las disculpas que, ya muy en su senectud, habría pedido el propio Fidel en un periódico mexicano por la brutal represión que el régimen revolucionario había ejercido contra los propios homosexuales cubanos durante décadas. En cualquier caso, tales acontecimientos postrimeros no me alivian ni me sirven como borrado mental de las condiciones del internamiento de los homosexuales y transexuales cubanos en el campo de concentración de Guanahacabibes, levantado a las órdenes del ‘Ché’, otro de los iconos de la izquierda internacional, en el que los inadaptados sociales eran hacinados en instalaciones coronadas por el lema “El trabajo os hará hombres”. Un campo de concentración que se extendió como modelo de tratamiento de estas “conductas contrarrevolucionarias” a través de las UMAP. No me sirve, no, que el régimen terminara admitiendo que se había equivocado cuando prohibió la publicación y difusión en la isla de Paradiso, obra cumbre de un poeta tan irrepetible como José Lezama Lima, poco antes de que el Congreso Nacional de Cultura y Educación definiera en 1971 la homosexualidad como una “patología social” y empezara a regular la difusión de artistas que pudieran suponerse aquejados de semejante sociopatía.
No. Todas estas rectificaciones “oficiales” no me sirven porque hay cierta clase de perdón que solo les concierne a los curas. Y, porque, en todo caso, dicho perdón conlleva siempre una estoica penitencia que en Cuba ni se ha visto, ni se la espera.
Sin embargo, aprovechar la muerte del líder cubano para convertir el régimen que fundó en la encarnación de la ‘homofobia de estado’, de la izquierda machirula, esa que solo habita en repúblicas bananeras, con su adn de garrulismo hispano, medio moro, medio bárbaro, también me parecería una gran injusticia histórica. Incluso podría ser tachado de cierto prejuicio colonial y eurocéntrico. Porque en el escenario internacional, la izquierda guay, la izquierda que pregona la tolerancia y la libertad sexual, la izquierda gayfriendly, es poco más o menos que de antes de ayer.
El escritor ruso Maximo Gorki, en su obra El humanismo proletario, ya afirmaba en 1934 que “en los países fascistas, la homosexualidad, azote de la juventud, florece sin el menor castigo; en el país en donde el proletariado ha alcanzado el poder social, la homosexualidad ha sido declarada un delito social y es severamente castigada”. Aunque tampoco hay que remitirse a la URSS de los gulags para ilustrar la desafección histórica de la izquierda con la causa de la liberación homosexual. Mucho más avanzado el siglo XX, y en un entorno mucho más europeo, Pier Paolo Pasolini era expulsado del Partido Comunista Italiano por conducta indecorosa. Y algo parecido le vendría a ocurrir a Jaime Gil de Biedma en Cataluña. En definitiva, unas relaciones difíciles. Un prejuicio que es social e ideológicamente ubicuo y que todavía hoy no ha sido completamente desalojado de los postulados de las nuevas izquierdas.
Porque pregonar la tolerancia con el diferente y el respeto a unas decisiones que solo se explicitan en la esfera estrictamente íntima e individual (en un hilo argumental que distancia muy poco a la izquierda de la retórica neoliberal) no es asumir el potencial transformador de la liberación del cuerpo y sus placeres, ni es advertir la adherencia social y cultural que, aun en sus últimos coletazos, manifiesta todavía hoy el régimen de la heterosexualidad obligatoria, el contrato social que funda las sociedades occidentales y que, como planteaba la pensadora francesa Monique Witting, es un contrato basado en la inevitabilidad de la unión sexo-política entre el hombre y la mujer.
Ciertamente, la izquierda internacional nunca ha concedido a la liberación homosexual la misma capacidad de transformación social que a la liberación de las mujeres o de los grupos racializados. De hecho, la izquierda occidental no empezó a prestar atención a la sexualidad como objeto de problematización política hasta la llegada de los freudomarxistas, de Marcuse, de Reich, de todos los teóricos y teóricas que inspiraron la revolución sexual de los sesenta. Aun hoy, la izquierda lgtbi, los movimientos ‘queer’ y transfeministas, han de mirar hacia Michel Foucault, hacia Gilles Deleuze y Felix Guattari, hacia las grandes del feminismo lesbiano, como la mencionada Monique Wittig o la más reciente Judith Butler, para encontrar un asiento intelectual a la teoría política de la liberación homosexual. Lo que, inexorablemente, les ha conducido a una praxis de resabios postmodernistas y libertarios.
Por otro lado, tampoco me parecen una buena justificación ciertos argumentos que resultan demasiado fáciles: “hay gays y lesbianas muy acomodados económicamente, los hay con prejuicios racistas, los hay que se sientan en el comité ejecutivo del Partido Popular”. Sí, los hay. Como había latinos en el equipo de campaña de Trump. Negros que golpean a sus mujeres. Mujeres que, como Thatcher o Merkel, accedieron al poder para apuntalar las formas más sangrantes de capitalismo. Pero eso no invalida las posibilidades de transformación política y social del feminismo, ni del movimiento decolonial, ni de la reivindicación de la negritud.
En fin. La muerte de Fidel Castro nos trae a la memoria muchas de aquellas cosas que la izquierda nunca debió ser ni hacer históricamente. La izquierda en la que no debería mirarse esa nueva izquierda inspirada ahora por Laclau, que gobierna en grandes municipios de España como el nuestro, donde, en este tema, como en otros varios, todavía no se ha pasado de los gestos a los hechos.