Los títeres conforman un género muy especial en las artes escénicas, con unas posibilidades creativas extraordinarias, pero su historia no es bien conocida. En su origen se encuentra una relación con la divinidad, por lo que en muchas culturas funcionan como objeto sagrado. En la Antigüedad clásica aparecen como metáfora del ser humano dominado por los dioses o los hilos del destino. Durante la Edad Media poblaron los altares de las iglesias, como las “pequeñas Marías” o “marionettes” origen del término “marioneta”. Así, dentro o fuera de los templos se explicaba la vida de Jesús y de los santos o la doctrina de la iglesia mediante “máquinas de figuras”, “titirimundis” y demás artilugios similares. En otro tipo de celebraciones populares, como las procesiones del Corpus Christi del Barroco, se emplearon también figuras de grandes dimensiones, como los gigantes o las tarascas. Una modalidad de estos “ingenios mecánicos”, muy del gusto del público hasta finales del siglo XIX, fueron los “autómatas”, en cuya construcción se aplicaban complicados conocimientos de relojería y mecánica, antecedentes de la actual robótica y de los replicantes que poblarán nuestro futuro.
Como evolución de los diablos de los misterios medievales, con la incorporación de rasgos de la antigua comedia atelana y la posterior Commedia dell’Arte, surge un personaje físicamente deforme y moralmente indecente, común en toda Europa. Va armado
siempre con una cachiporra que emplea de manera cruel y violenta, sobre todo contra los representantes de la autoridad, a modo de catarsis, que, de algún modo, servía de freno a los intentos de rebeldía de las clases más humildes, sometidas bajo un régimen casi de esclavitud. En Italia se llama Polichinela; en Francia, Polichinelle; en Inglaterra, Punch; en Alemania, Kasper y en España, Don Cristóbal. Posteriormente, surgieron versiones más livianas como Monsieur Guignol, Chacolí o el propio Batillo de La Tía Norica.
Este género siempre fue un espectáculo para todas las edades, porque la idea de un arte especialmente para niños no existía. Y menos aún, en el espacio compartido de la plaza pública, donde también el pueblo en conjunto asistía a las ejecuciones de reos. A mediados del siglo XIX, debido a los avances de la pedagogía y el aumento de la esperanza de vida, se comenzó a considerar a los menores como consumidores de determinados productos, como las marionetas, quizás por su similitud con los juguetes. Por todo ello, unido a un mayor refinamiento en las costumbres, comienza entonces la crítica hacia la violencia manifiesta y explícita de ciertos espectáculos de títeres. Así, poco a poco, sus repertorios van derivando hacia los cuentos tradicionales que también van perdiendo parte de su truculencia inicial, aunque también mucho de su misterio y simbología.
Don Cristóbal, al que ya Jovellanos denunció sus groserías en la Memoria para el arreglo de la policía en los espectáculos y diversiones públicas de 1790, ha vuelto a ser vapuleado por mostrar la realidad más cruel en el tinglado de la antigua farsa, incluso por muchos que no vieron su última aparición en público. Hasta la saciedad se criticó que varios niños y niñas vieran un espectáculo que va en contra de nuestros actuales preceptos educativos. Pero, tristemente, parece que nos escandaliza menos la infancia en riesgo de exclusión, o la que ha sido secuestrada por los señores de la guerra o la que está perdida entre las redes de explotación más terribles, en un mundo de crueldad, violencia y ambición manifiesta que amenaza con no dejar títere con cabeza.
Fotografía: José Montero