Me levanto. No sé qué hora es. Avanzada la noche me dormí y aún está oscuro.
Hoy va a ser otro día igual que ayer. Igual que los últimos cien días pero no como los de antes.
Creía en mi capacidad de adaptación, en mi manera de lidiar con lo superficial y con lo profundo, pero no me conozco. No estoy preparado para afrontar este momento. Noto que estoy cambiando, una transformación interior hacia ningún destino. No sueño. No estoy. No soy yo. Funciono como un robot con poca batería y procesadores antiguos. Funciones básicas y actos mecánicos que lanzan mi cuerpo a quehaceres ordinarios. Todo es ordinario. Y todo es diferente.
Las calles empiezan a recibir el primer masaje cardiopulmonar y responden resonando sus latidos en los pasos de las nuevas gentes. Pocas y enmascaradas.
Antes caminaba mucho, casi siempre a los mismos destinos, pero cada recorrido era un camino para llegar. Hoy los caminos son circulares para devolvernos donde no queremos estar.
Antes hablaba por teléfono todas las semanas con mi familia. La distancia sigue siendo la misma pero el espacio ya no es el mismo. Podrían parecer las mismas conversaciones pero no pueden serlo.
Antes hablaba con mi padres y abuelo dos o tres veces por semana sin que fuera necesario hasta que me acostumbré a oírles a diario.
Todo cambió un día. Parecía que iba a ser tan igual a todos los días de antes. Lleno de cosas tan ordinarias como extraordinarias. Pero no lo fué. El día de la noticia se paró el tiempo. Desde entonces los días no tienen veinticuatro horas ordenadas. A veces nadan en mares de aceite espeso y otros vuelan como bandadas migratorias.
El día de la noticia se paró el tiempo. Fue una llamada corta. El abuelo ha muerto y no podemos verle ni ir a despedirlo.
Cien días después sigo reaccionando igual en muchos momentos, tengo el impulso de llamarle, como antes, pero ya nada es como antes.
Hoy me despierto y sé que va a ser otro día igual.
Mañana y todos los mañanas van a ser iguales pero nunca más serán como los de antes.