En Tordesillas, estaban dispuestos a partirle la cara a cualquiera que se opusiera al alanceamiento del Toro de la Vega. En Manganeses de la Polvorosa, se empeñaban tozudamente en lanzar una cabra desde el campanario del pueblo por San Vicente Mártir. En 28 países africanos siguen practicando la ablación del clítoris a las niñas, como se viene haciendo desde los tiempos del antiguo Egipto.
En Cádiz, la tradición manda cargar los pasos de Semana Santa sobre el hombro, a paso de horquilla, y se puede producir un tumulto callejero como alguien se empeñe en llevarlos igual que en Sevilla.
Las tradiciones son esas costumbres, pautas o patrones que marcan cómo se han de hacer y se han hecho siempre las cosas, en la vida cotidiana de los pueblos, en sus acontecimientos o celebraciones. Son un vestigio cultural de tiempos pasados, que acaban formando parte de la identidad de cada comunidad. Y son más apreciadas cuanto más antiguas sean.
Pero las tradiciones no pueden ser una losa pesada, porque el mundo cambia y con él cambia la mentalidad de los hombres y mujeres de cada época. Si las tradiciones fueran sagradas, como pretenden algunos talibanes de casapuerta, seguiríamos viviendo en cuevas, comiendo carne de mamut y danzando en taparrabos alrededor del fuego.
En el siglo XXI es normal que nos desagraden los chistes machistas o racistas porque nuestra sensibilidad ha cambiado, y lo que hace 25 o 50 años podía parecer socialmente aceptable, e incluso gracioso, hoy ya no lo es. Afortunadamente.
Es la prueba de que evolucionamos como especie, como individuos y como pueblos. Lo contrario sería preocupante.
Aunque existen en todas partes quienes se resisten a cualquier cambio y hacen de las tradiciones una trinchera, una línea divisoria entre “los de aquí” y “los de afuera”, esos que amenazan nuestra identidad para que dejemos de ser lo que somos.
Lo paradójico es que, nunca como en el presente han crecido tanto las cofradías, en cantidad y en número de cofrades, pero no solo en laTierrademaríasantísima, sino también en Zaragoza, Bilbao, Mondoñedo… Y la venta de trajes regionales, que hace pocas décadas eran cosa de franquistas recalcitrantes, se ha disparado en Murcia, Toledo, Canarias… En plena Revolución Tecnológica, los tradicionalistas crecen como setas y salen de debajo de las piedras.
Pero no es tan sorprendente como pudiera parecer, sino el resultado natural de la confusión que nos produce la globalización y los cambios vertiginosos en todos los órdenes de la vida, que nos llenan de miedos, personales y colectivos, a perdernos en la insignificancia, a olvidarnos de quienes somos, y hacen que nos agarremos a las tradiciones como a una tabla de náufrago.
No cabe, sin embargo, abandonarse al miedo y enrocarse en el inmovilismo, ni siquiera con la coartada de la identidad y la idiosincrasia. Esos son, salvando las distancias (a menudo sutiles), los mismos sentimientos y emociones que alimentan los fundamentalismos religiosos o patrióticos y causan matanzas y guerras. Esa manera de vivir las tradiciones como un dogma reside en el resbaladizo terreno de las patologías.
Y pueden, fácilmente, convertirse en una trampa. En mi ciudad, por ejemplo, llevamos semanas -y las que nos quedan- debatiendo con pasión cuáles son los límites del Carnaval, esa fiesta de la irreverencia, y si lo de hacer burlas homófobas, sobre suegras o negros, debe conservarse porque así lo dicta la tradición. (Y mientras tanto, crecen las listas de espera de la sanidad pública, o aumentan las pensiones un 0,25%, sin que la tradición nos diga qué hacer frente a ello).
Las tradiciones son para traicionarlas, para reinventarlas, para conservar en un museo la referencia antropológica de lo que se hacía, sentía, pensaba o decía en tiempos pasados y dedicarnos con ahínco a encontrar nuevas formas de hacer y decir las cosas, más acordes con las necesidades y condiciones actuales, con las maneras de pensar del tiempo que vivimos.
Una buena tradición debe ser capaz de renovarse y actualizarse, de adoptar nuevas expresiones y formas sin perder su esencia identitaria. De otra manera, cerradas a cualquier cambio, las tradiciones se convierten inevitablemente en momias, solo polvo y caspa.