La noticia de que la Diputación de Cádiz ponía en marcha una iniciativa para conmemorar el tricentenario del traslado de la Casa de la Contratación desde Sevilla a Cádiz trajo a mi memoria el recuerdo del tiempo dedicado en mi juventud a investigar los procedimientos que los extranjeros no naturalizados utilizaron en Cádiz para poder comerciar con las Indias. Pero también un sentimiento más actual, ligado al sentido político de la propia iniciativa.
De lo primero, conviene recordar cómo aquel traslado fue traumático, aunque previsible. No es difícil recrear lo que en Sevilla supuso la pérdida de un poder institucional en torno al cual se generaban provechosos beneficios y, cómo no, magníficas rentas sociales. Por su parte, la ciudad de Cádiz adquirió esplendor, pero los beneficios que comportó la relación americana no supusieron sentar las bases para una prosperidad duradera.
Como todos conocen, en aquel momento la rivalidad Sevilla-Cádiz, y viceversa, era un hecho. Cádiz había mantenido una actitud de protesta frente al monopolio sevillano, logrando concesiones más o menos amplias según las épocas, algo que subrayaría su potencialidad económica, especialmente a partir de su designación como puerto oficial para el comercio de Indias.
Pero todo aquello me interesa ahora menos que la reflexión acerca de si vivimos tiempos de reivindicación, de enfrentamientos, que es, en definitiva, la vivencia que había en ambas ciudades respecto al traslado de la Casa de la Contratación. Y si tal reivindicación es lo que se espera que deban hacer las instituciones públicas. Que en su momento hubiese rivalidad no debe sorprendernos; pero que se haga ahora, cuando la cooperación territorial se considera un valor de progreso, sí es sorprendente. Y lo es más aún si lo que estamos conmemorando no es otra cosa que el hecho de cómo familias de comerciantes extranjeros pugnaban por hacerse con el control del comercio de Indias y, por ende, con el principal motor de una economía que se mundializaba. Planteado así, el asunto suena, cuando menos, a localismo.
Es verdad que los procesos identitarios siempre se construyen contra alguien o contra todos. Pero vistos desde del siglo XXI, sugieren la pregunta de cuál es la finalidad última. En este caso, quizá no haya que ir más allá de la agenda política de instituciones que hace mucho tiempo que dejaron de tener sentido y que han convertido los indemostrables intereses provinciales en biblia política. Pero para una Andalucía que ha conocido una sucesión de grandes planes que tenían en la cooperación un eje transversal, seguramente el sentido político de la iniciativa no es más que cortoplacismo y pobreza de ideas.
A modo de reflexión final, hubiese estado bien que los autores de la conmemoración hubiesen invertido sus energías en impulsar un compromiso compartido con el resto de provincias andaluzas con una vertiente menos retórica y más realista. Al fin y a la postre, es más progresista sacar pecho por el futuro que no por el pasado.