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jose montero bancos

Como ya expusimos, el puente de la Constitución de 1812, el nuevo acceso viario a la ciudad de Cádiz, se ha construido con mentiras más que con hormigón y acero. Muchas pequeñas mentiras para construir un gran puente. Pero el engaño no se ha quedado en esas, si cabe, sutilezas, de si en realidad es el tercer puente y no el segundo, si su justificación era una y no otra o si es más para los de enfrente que para los aquí. Si las mentiras sirvieron para crear una corriente de opinión favorable al proyecto, lo que ha mantenido realmente embelesada a la ciudadanía gaditana ha sido la mitificación de la obra. A lo largo de dos décadas, el nuevo puente se ha convertido en un mito en el imaginario colectivo gaditano, en un referente —ahora probablemente se negará—, que ha contribuido, como ningún otro elemento, a nutrir esa especie de líquido amniótico en el que la ciudad ha vivido inmersa. Flotando en ese viscoso líquido, se ha vivido con aparente sensación de libertad lo que en realidad ha sido aislamiento. Sumergidos en él, los movimientos se ralentizan, los golpes se amortiguan, los sentidos se anulan, la realidad se percibe deformada. El ambiente propicio para la parálisis de pensamiento que ha desarrollado la ciudad durante los años de dominación pequeñoburguesa.

El del tercer acceso a Cádiz no es un caso aislado. Las grandes infraestructuras se han convertido en un mito de la sociedad contemporánea, y más aún en la España de las burbujas. Como puso de manifiesto Roland Barthes, los mitos son representaciones colectivas sustentadas sobre falsas evidencias con las que la sociedad contemporánea encubre la realidad, interpretando como naturales aspectos que son netamente históricos o incluso coyunturales. Como mito, las grandes infraestructuras trascienden a su significado meramente utilitario y funcional para adquirir una significación nueva.

Un puente no es más que un puente, no representa más que la mejora en la conexión entre dos ámbitos de un territorio. Significado, como decía, claramente asociado a su función —probablemente un puente sea el signo más universal para representar la conexión entre dos cosas—. Del mismo modo, cualquier infraestructura puede entenderse como el significante de un sistema semiológico cuyo significado es la mejora en las comunicaciones o cualquier otra actividad a la que sirva. Dicha mejora puede ser cierta o no, pero estamos hablando de significados y no de realidades. En todo caso, hasta este punto, la infraestructura puede ser cuestionada en términos de función, objetivo y efecto, es decir, existe la posibilidad de crítica sobre si es adecuada para solucionar el problema o la necesidad para la que se plantea.

Sin embargo, la cultura de masas ha utilizado dicho signo para construir sobre él un mito, el mito de las infraestructuras, ese que nos dice que la gran obra es la que posibilita el progreso y el desarrollo de una sociedad. La infraestructura se convierte en mera forma, difuminando su verdadero sentido, la función para la que servía. El tercer acceso, como otras grandes obras, más que infraestructura es metalenguaje. El mito no oculta que el puente siga siendo un puente, no suprime su función —aunque en otros casos como el aeropuerto de Castellón, ante la evidencia de su inutilidad, se llegó a tratar de hacerlo: “Es un aeropuerto para las personas», espetaba Carlos Fabra, presidente de la Diputación de Castellón, en su inauguración vacía de aviones—. Pero si bien no se suprime u oculta el verdadero sentido de la obra, se obvia el debate sobre ella. El mito es, como decía Barthes, un robo del lenguaje. Ya no importa si la infraestructura supone una mejora, si responde a un problema, si sirve para algo. Solo importa ya la forma, la gran obra de infraestructura. Ya no importa qué sea, solo importa que sea. Y cuanto más grande mejor.

En este sentido, el mito no es accidental, responde a una estrategia. Los promotores del nuevo acceso a Cádiz entendieron muy pronto que la mitificación era la manera de secuestrar el debate y que de ello dependía el éxito de una operación de semejante envergadura, impacto y presupuesto, pues el proyecto no hubiera superado un debate prolongado en torno a su conveniencia y oportunidad. O mitificación o silencio, pero el silencio era difícilmente sostenible. Desarrollaron para ello un potente aparato propagandístico, del que todavía colea, incomprensiblemente, la web creada por el anterior gobierno municipal, elpuentedecadiz.es, exhaustivo compendio de formas retóricas propias del mito burgués. Dedicada a vender los atributos físicos del puente —el segundo más largo de España y el de mayor luz, el segundo más alto del mundo, más alto y más largo que el Golden Gate o el puente de Brooklyn…— y plagada de frases grandilocuentes como “es la infraestructura más importante en construcción en la actualidad no solo en España sino en toda Europa” o “convertirá a Cádiz en un referente por su modernidad situándonos a la cabeza de la ingeniería internacional”, deja claro que su intención no es justificar su necesidad e idoneidad, sino deslumbrar a un público fácilmente impresionable. El puente adquiere así un carácter pornográfico: importan más las dimensiones que la utilidad. La precisión en las cifras —3.092 metros de longitud, 185 metros de alto, 36,85 metros de ancho— y la detallada descripción del proceso de construcción contrastan con la simpleza en la argumentación de los beneficios de la obra, apenas un puñado de frases hechas y vacías —“traerá grandes beneficios para la ciudad de Cádiz y todos los municipios que la rodean”, “dinamizará la actividad económica”, “favorecerá la creación de nuevos puestos de trabajo”— y meras tautologías —“mejorará los accesos a la ciudad y su conexión con la Bahía”, “se va a convertir en una infraestructura de ordenación del territorio, de comunicación y de conexión”—. Cádiz va a tener el puente que merece y necesita, decía Teófila Martínez. Punto. Es el rechazo absoluto a la explicación. El mito tiende al proverbio, decía Barthes, la verdad que se asienta en el orden arbitrario de quien habla.

Pero el aspecto más determinante de esta estrategia de mitificación —que no comunicación—, en la que devienen todas esas formas retóricas, es la despolitización del discurso. El mito ofrece una perspectiva del mundo sin contradicciones, superficial, privada de historia. Como si el puente siempre hubiera tenido que estar ahí, formando parte inherente de la ciudad. Como si esta estuviera defectuosa o incompleta sin el viaducto. Como si Cádiz hubiera sido una ciudad aislada antes de la construcción del puente de la Constitución de 1812 —la Historia muestra más bien lo contrario, que lo aislado ha sido el continente situado enfrente de esta isla y que ha sido aquel el que más ha ganado siempre con la construcción de estos enlaces, en el sentido de aumentar sus poblaciones y mejorar su economía—. Como si el puente no estuviera cargado de ideología.

No hay duda de que el mensaje caló en un sector mayoritario de la ciudadanía gaditana, que, más allá de concebir la gran obra como llave del progreso y el desarrollo, ha llegado a creer realmente que un puente podía cambiar su destino. El mito de las infraestructuras alcanza así en Cádiz cotas insospechadas de deformación del lenguaje. Y si bien la estrategia de comunicación-mitificación de los promotores ha desempeñado un papel determinante en la construcción de esta significación mítica, igualmente determinante ha sido que esa estrategia se ha desarrollado sobre un terreno abonado por la resignación, por la inercia de asumir como inevitable todo lo que nos pasa —bueno o malo—, por la incapacidad para imaginar una realidad mejor. Así es más fácil vender quimeras.

Fotografía: José Montero

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