En nuestro empeño por desvelar la verdadera intención del nuevo acceso viario a Cádiz, el puente de la Constitución de 1812, hemos asimilado la gran infraestructura a un sistema de comunicación. Y si anteriormente nos ocupamos del emisor, caracterizado por la explotación intensiva de la mentira, y del mensaje, que ha devenido en un mito, toca por último centrarnos en el receptor de ese proceso de comunicación: Cádiz, su ciudadanía, la sociedad gaditana, como queramos llamarlo. Desde esa perspectiva, cabe preguntarse cómo es posible que un proyecto que ha dilapido las inversiones estatales para toda la provincia de Cádiz durante una década haya obtenido semejante consenso político y social. Cómo es posible que nadie haya tenido que justificar mínimamente la conveniencia de dicho proyecto, o que, su cuestionamiento, si ha existido, se haya saldado con un “es necesario y punto”. El mecanismo es sencillo y complejo a la vez.
En torno a las grandes infraestructuras siempre hay una dosis de autoengaño colectivo, mezcla de ilusión y mitificación. Pero Cádiz ha sido víctima de un mecanismo de autoengaño aún más sofisticado, que la convierte a la vez en cómplice, en cooperadora necesaria. Cádiz ha padecido, con su nuevo puente, el síndrome del emperador desnudo. Como en el cuento de Andersen, unos truhanes urden una gran estafa, evidente a todos a poco que esos todos piensen un poco, pero que nadie se atreve a desvelar por temor a ser señalado como el único idiota que no es capaz de ver su conveniencia. Una manera muy eficaz de zanjar cualquier debate público. Cuanto más grande y absurdo es el instrumento del engaño más difícil será de desmontar, he ahí la máxima. Más aún cuanto más pequeña sea la población receptora, pues mayor tamaño relativo adquiere el instrumento del engaño. Sostenido en el tiempo, este mecanismo tiene un efecto de autoconvencimiento colectivo: el emperador y los que le rodean acaban creyendo que realmente aquel va vestido, pero que son unos idiotas por no ser capaces de verlo. Algo que, obviamente, no van a reconocer, por lo que optan por propagar el engaño.
Esta es la estrategia que tratan siempre de poner en marcha quienes promueven proyectos faraónicos de infraestructuras que carecen de justificación económica y social, generando artificiosamente un consenso social que pocos se atreven a cuestionar por miedo a ser marginados profesionalmente, tachados de cavernícolas antiprogreso o acusados de espantar grandes inversiones públicas o privadas, y sufrir por ello el escarnio público. El del nuevo acceso viario a Cádiz no es, por tanto, un caso único. El síndrome del emperador desnudo es un mal que han sufrido innumerables pueblos y ciudades en cuyos términos se han planeado grandes proyectos urbanísticos o de infraestructuras. Un mecanismo que se ha repetido a lo largo y ancho de este país durante los años de boom económico, dejándonos el territorio convertido en un cementerio —palabra que curiosamente no tiene relación etimológica con cemento a pesar de la identificación de ambas con la ausencia de vida— de aeropuertos sin aviones, ciudades fantasmas, autopistas al infierno, museos de los horrores (vacui) y un sin fin de obras inútiles, además de un considerable agujero en las cuentas públicas.
Si en el cuento de Andersen se hicieron pasar por sastres, los estafadores en esta historia real no necesitan disfraces, pues están instalados en el poder. Políticos y grandes empresarios son parte de un entramado de corrupción —legal en muchos aspectos— estrechamente relacionado con el sistema de democracia nacido de la Transición, que tiene en las grandes infraestructuras una de las principales vías de transferencia de recursos públicos a unas pocas manos, las que dominan la economía de este país. La ausencia de estudios rigurosos que justifiquen dichas infraestructuras, cuya principal o única motivación resulta ser política, los sobrecostes que se generan durante la obra, generalmente en torno al 40%, y la falta de información y de transparencia en torno a los proyectos constituyen una mecánica que se ha repetido sistemáticamente en nuestro país con estas grandes obras. En ese statu quo, el nuevo puente de acceso a Cádiz resulta una obra paradigmática, pues ha llevado al extremo esa mecánica de funcionamiento, hasta el punto de generar unos sobrecostes del 88% respecto al presupuesto adjudicado con la única explicación por parte del Gobierno de que se trata de “una obra extremadamente singular”. A ello se suma la intensiva utilización política de la obra, principalmente por parte de la anterior alcaldesa de Cádiz, la ausencia de una planificación de movilidad para el área que evaluara alternativas y justificara la actuación, además de la inexistencia de una evaluación ambiental del proyecto. Y es que el Ministerio de Medio Ambiente decidió, con el beneplácito de la Junta de Andalucía, no someter el proyecto a evaluación del impacto ambiental y dar por buena una declaración de impacto ambiental del anteproyecto redactado en 1991, que ni siquiera determinaba si el nuevo acceso sería túnel o puente, o de qué tipo, ni entraba a valorar el impacto sobre la movilidad o la dinámica del sistema de ciudades. El nuevo acceso a Cádiz es lo que se denomina un elefante blanco, un megaproyecto de dudosa utilidad y con un elevado coste social que acaba convirtiéndose en una pesada carga para la sociedad. El mayor elefante blanco construido en España durante la crisis.
A pesar de todo ello, este proyecto ha sido también paradigmático en el escaso cuestionamiento ciudadano y político que ha recibido. Pocas voces se atrevieron a cuestionar la conveniencia del proyecto de tercer acceso y las que lo hicieron no tuvieron demasiado eco en los medios locales, aunque estos mismos medios sí evidenciaran la falta de justificación de otras grandes obras en otras zonas del país. Pero en esto, como en tantas cosas, es habitual ver la paja en ojo ajeno y no ver la viga en el propio. En definitiva, lejos de situarse como receptora pasiva del proceso de comunicación, como víctima neutral de las mentiras, como mera consumidora del mito, Cádiz, la sociedad gaditana, ha tenido una función catalizadora, un papel propiciatorio en dicho proceso. Cádiz no solo cayó en la trampa de creer que un puente iba a cambiar su destino, sin que nadie le dijera —si acaso unos pocos nadies— que eso era una solemne estupidez. Como el emperador del cuento, Cádiz se ha creído merecedora del mejor, del más fabuloso traje, de la obra de ingeniería más importante que se construía en tiempos de crisis “no solo en España sino en toda Europa”, de un puente más alto y más largo que el Golden Gate o el puente de Brooklyn , sin ni siquiera preguntarse el porqué. “Cádiz va a tener el puente que merece”, en palabras de Teófila Martínez.
En el desfile del emperador, un niño, de pronto, exclamó: “¡Pero si no lleva nada!”, y todo de repente cambió. En cierto modo, ese mismo papel desempeñó el actual alcalde de Cádiz, José María González, cuando dijo con rotundidad, en plena precampaña de las municipales, lo que ningún candidato a la alcaldía se había atrevido a decir en veinte años, que el nuevo puente de acceso a Cádiz era “innecesario” y que iba “a añadir más problemas de circulación a la ciudad”. Si en el cuento de Andersen fue la inocencia del niño la que hizo despertar a todos, en este caso fue la aparente insensatez del candidato a alcalde lo que hizo creíble sus palabras. Simplemente, estaba diciendo la verdad que en el fondo muchos pensaban. En ese momento, Cádiz empezó a superar su síndrome del emperador desnudo.
Así, cuando ha visto el monstruo terminado, cuando ha contemplado lo descomunal y desproporcionado de la obra, Cádiz se ha dado cuenta de que está desnuda, que, asolada por el paro y la pobreza, se ha gastado las inversiones en infraestructuras de una década en una obra faraónica de nula rentabilidad social y económica. Por eso, como apuntaba Pepe Pettenghi, en contraste con el exagerado despliegue mediático que ha recibido el puente estos años atrás, ahora Cádiz pasa de él, hace como si no hubiera pasado nada, como si no se hubiera dado cuenta de nada, como hizo el emperador al tomar conciencia de su desnudez. Levantó la barbilla y siguió desfilando.
Fotografía José Montero