Fotografía: Jesús Massó
Una parte relevante de agentes empresariales y de profesionales de la política y la opinión coinciden en (des)calificar como “turismofobia” los malestares que sectores ciudadanos de cierta amplitud y diversidad vienen expresando ante la creciente turistización, turistificación en determinados casos, de nuestras ciudades. Significativa convergencia.
El debate social cuestiona algunas “grandes verdades” del desarrollo turístico: ¿adónde va el grueso de beneficios de unas operaciones privadas que impactan en el espacio público y la vida ciudadana?, ¿cuáles son y quiénes soportan los costes ambientales y sociales urbanos de estas actividades?, ¿por qué enfatizan como “creación de riqueza y empleo” a pequeños negocios inestables, autónomos autoexplotados y trabajo precarizado e irregular?, ¿en qué medida el crecimiento de los últimos años obedece a una demanda coyuntural deudora de conflictos en destinos competidores?, ¿es razonable el monocultivo turístico como motor económico desatendiendo otras estrategias de desarrollo más sólidas, diversificadas y sostenibles?, ¿son nuestros cascos históricos y nuestro patrimonio cultural productos para turistas?, ¿estamos ante un acelerado proceso de privatización de nuestras ciudades?, ¿cuánto dinero público se destina a subvencionar la promoción de la industria turística?, ¿deben gestionar los lobbies turísticos la ciudad o debe la política democrática gobernar la ciudad y, dentro de ella, gestionar el turismo?, ¿asistimos a una nueva burbuja?, ¿son viables otros modelos turísticos?…
Hay más preguntas, entre ellas una es muy pertinente: ¿por qué cuesta tanto debatir de manera abierta y razonada sobre todo esto sin ser objeto de descalificaciones?
Sorprende, ya digo, la convergencia en un discurso unilateral y opaco a cualquier atisbo de disenso entre quienes negocian a lo grande con la empresa, la política y la opinión, enrocados de manera irresponsable en publicitar como “muy positivas” una sopa de cifras parciales y sesgadas. Consejeros del ramo y más de un alcalde y de un concejal, de partidos muy dispares, sacan pecho en lo alto de la ola, -en realidad, hacen de la necesidad virtud para disipar sus fracasos-, pretendiendo rentabilizar unos datos no solo discutibles sino con los que ellos y sus gestiones tienen poco o nada que ver.
No se trata de hacer un alegato contra el turismo, fenómeno complejo y de interés económico y sociocultural al que, afortunadamente, mejor o peor, también accedemos la gente normal y corriente. Bien está defender el derecho al turismo y el derecho al negocio pero también el derecho al trabajo digno y el derecho a la ciudad. Es necesario un debate público sobre el turismo y su gobernanza democrática, sobre su conveniente ordenación, su calidad y sostenibilidad económica, social y medioambiental. Se trata de una propuesta elemental y no de un brote de “turismofobia”, cual si fuera una especie de enfermiza disfunción psicosocial.
De reducir la cuestión a tales términos deberemos concluir que una nutrida nómina de especuladores, políticos, opinadores y otros tantos oportunistas y bobos padecen de turismofilia, de una obsesión compulsiva por trasvasar recursos y bienes del común al enriquecimiento particular, cuanto más y en menos tiempo mejor, acaso a cambio de vender como un “éxito” que algunos condenados al paro accedan a un regajo de migajas quebrándose las costillas en el tajo. Una obsesión además adicta al embuste y a las verdades a medias, a un papanatismo triunfalista del cortísimo plazo sin reparar en consecuencias y gastos.
La turismofilia es una suerte de patología del capitalismo salvaje a la que se han sumado, a su dictado, con delirante entusiasmo, la política basura y el periodismo basura.