Quiso el destino que nos conociéramos de la manera más fortuita posible y es precisamente por esa magia que ha envuelto nuestra amistad por la que estoy escribiendo en estos momentos. ¿Un artículo? ¿Una carta? No lo sé. Solo tengo la certeza de que estas palabras son más que merecidas y necesarias porque los mejores amigos son los mayores tesoros y esta ya se ha convertido en una afirmación universal desde que la cantara el poeta.
Aquella tarde en Cádiz y con la llegada de la primavera, hacía un día espléndido, con una brisa fresca que olía a mar. Mi parte favorita de la tacita siempre fue la Alameda Apodaca. En un privilegiado paisaje como este y con la ilusión a cuestas por lo significativo del encuentro, fue cuando descubrí a Juan. La facultad de Filosofía y Letras fue testigo de nuestra agradable conversación. Desde el principio me percaté de que, sin duda, Juan era de otra dimensión. Un gaditano con desparpajo, caballeroso, con un gran sentido del humor, y a la vez, sumamente educado y cercano conmigo. Mientras hablábamos tuve la sensación de que lo conocía de toda la vida. Él estaba asistiendo al aula universitaria de mayores, en aquella época, yo terminaba el último curso de la carrera. No necesité más tiempo que el de aquella tarde para comprender que estaba acompañada de un ser humano extraordinario. De esos que son difíciles de encontrar y de los que ya quedan muy pocos.
Con el paso del tiempo, nunca perdimos el contacto. Solíamos compartir ideas que escribíamos en nuestros respectivos blogs y hablábamos con frecuencia. Años más tarde, todo cambió para él. Una vez más, la vida decidió golpear a Juan, sin permiso y deprisa. Por aquel entonces, recuerdo que no conseguía encontrar las palabras perfectas para expresarle el afecto y apoyo suficientes. Pero no fue necesario porque el diecisiete de mayo, cuando nos vimos, me devolvió una sonrisa rota. El abrazo que nos dimos habló por sí solo. Y a los seis meses de aquel fatídico día y aún con las cicatrices abiertas, el mundo de Juan se volvió a teñir de negro. Más dolor, más pena, más roto el corazón.
Siempre he pensado que hay quienes están vivos y hay quienes deciden vivir. Los segundos saben conjugar el presente de indicativo, saben batallar apretando los dientes, recorren el camino intentando mantener la ilusión y buscan la fuerza de donde ya escasea.
Juan Aragón Lobatón es, para mí, el más auténtico ejemplo de lucha y admiración. Un gaditano que sonríe entre lágrimas cuando se ahoga en sus recuerdos. Recuerdos que el tiempo es incapaz de congelar. Un gaditano que nunca estará lo suficientemente lejos de su familia. Un gaditano que rechaza la tristeza y conjuga la alegría en presente y en plural.
Hoy, estas palabras son para ti. Porque de alguna forma tenía que devolverte todo el cariño con el que me has tratado. Porque cada día aprendo contigo y aprenden todos los que te rodean una nueva lección de vida. Porque si el mundo es un desastre, tú resistes. Sabes reponerte, luchar, luchar y luchar. Sonreír, y, en definitiva, vivir.
¡Cuánta razón Juan Carlos! Nada más que tengo un amigo y es mi padre. Y bendita mi suerte de tener a mi amigo Juan.