Abrimos cada mañana los párpados de la Tierra. Peinamos sus huesos. Recogemos todas las estrellas. Nos sacudimos la noche. Bostezamos la copla más antigua.
Despertamos y a cantar.
Mi barrio es pobre de noche y parece rico de día. Las noches hacen estrechas las piedras de sus calles pero al canto de la primera gaviota, las mismas piedras se llenan de luz y parecen más grandes.
Con sus gentes pasa algo parecido. Las mismas vecinas que por la mañana lavan y visten de ropa limpia las azoteas. A la fresca orean y tienden sus trapos sucios en las casapuertas.
En el verano de mi barrio las casapuertas se convierten en un catálogo de medias fajas. Muchas de mis vecinas salen con sus alpargatas, su bambo de flores, su paquetito de pipas o chochitos de vieja y en sus sillas de playa toman el viento. Y al viento, que de eso en mi barrio hay mucho, se cuentan las unas a las otras, a la hora a la que llegó el marido de fulanita la otra noche o cómo se la maravillarán para estirar la paga hasta a fin de mes. Algunas piensan en voz alta lo que van a poner de comer al día siguiente y otras se dicen para dentro que mañana será otro día. Hay noches que juegan al bingo y otras solo tienen para contar lo bueno que ha salido el melón que compraron esa misma mañana al frutero de la esquina.
Igual que al barrio y como a la gente del barrio, a la ciudad le pasa lo mismo. La ciudad entera es rica, luminosa y maravillosamente bella por las mañanas pero en cuanto la noche moja con las primeras gotas de relente sus calles, la ciudad se convierte en una jaula estrecha e incómoda en la que todos dormimos sin sueños.
En esta ciudad solo viven tres animales: el niño que despierta a la tierra, el hombre que le canta a la tierra y el viejo que la duerme. Todo lo demás, los barrios, la gente, las azoteas, las torres miradores, las campanas, las palomas, la catedral y los castillos, y las murallas y sus piedras y sus playas y todas sus gaviotas, es un mineral extraño que nadie conoce. Un mineral extraño que milagrosamente sonríe por la herida, un mineral extraño que convive con la incertidumbre, un mineral extraño que se sabe rico pero que misteriosamente es pobre.
A pesar de eso la ciudad te mira. Te mira con sus ojos incendiados de palomas, la ciudad enciende todas sus lámparas cada mañana y si subes por sus escaleras de puchero, te enseña su única bandera, la ropa tendía, la gente que viste su orgullo con los churretes de sus hijos, los dos reales que la pescadera lleva a su casa, los malabares que hacen las madres para llenar las ollas de papas con chocos y los maridos que pasan las mañanas en la alameda pescando o mirando a la mar, los niños que juegan espantando a las palomas, las niñas que se proclaman reinas de las farolas, su gente riendo por la herida y el niño que despierta y el hombre que canta y el viejo que duerme. Su única bandera.
Algunas mañanas miro a la ciudad y me siento incapaz de reír por la herida, me siento incapaz de pensar para dentro que mañana será otro día, me siento incapaz de ser mineral extraño, gente o paloma, muralla o piedra. Porque algunas noches se oye el poderoso lamento de la ciudad que pide ayuda y la herida de noche sangra más, la herida de noche es más herida.
A veces no queremos dejar de ser lo que ya somos y ser cualquier otra cosa, a veces mi gente tenemos miedo y lo entiendo. Entiendo todas las noches que hemos dormido sin sueños, pero también entiendo que hace mucho ya que es hora y que es justo apagar el interruptor de la máquina de las pesadillas, ya no es tiempo de salir a las calles riendo por la herida, celebrando todo cuanto nos permita olvidar nuestra miseria.
Pero la ciudad, la gente, el barrio se sabe pobre de noche y no parece importar que sea un viejo quien nos duerma. Así que cada noche, cerramos los párpados de la tierra. Despeinamos sus huesos. Repartimos todas nuestras estrellas. Nos vestimos de noche. Bostezamos la copla más antigua.
Y dormimos pero no soñamos.
Fotografía: Juan María Rodríguez