Fotografía: Jesús Massó
Me preguntaba, tiempo atrás, un profano director de servicios sociales: ¿Cómo podemos cuantificar los resultados de nuestro programa socioeducativo con menores? El hombre, de formación y experiencia profesional lejana a la realidad social, no podía comprender del todo un programa cuyos resultados no podían llevarse a la calculadora. No era complicado adivinar que en el fondo, tras esa pregunta simplona, lo que había era una desconfianza total por los resultados del trabajo de prevención e intervención que realizábamos.
¿Cómo explicar a este señor que, al margen de ciertas mejoras académicas (algunas más discretas que otras), había pocos datos numéricos que aportar para elaborar su cálculos aritméticos? ¿Cómo explicarle que el éxito de un programa de prevención es la ocupación sana del tiempo libre en sí misma, que es regalar la tarde más amena de la semana a un grupo de menores castigados por la vida, que es que estos sigan buscándote tras haber terminado el trabajo, que es hacerles vivir experiencias nuevas, que es trasladarles a mundos de fantasía e imaginación que les permitan disociar de sus realidades por un rato, que es el intercambio de sonrisas, que es que te regalen el mejor de su repertorio de conductas cuando en la calle, en el colegio o en sus casas no lo consiguen porque no le ayudan a hacerlo, que es el abrazo, que es la riña por el cristal que se rompe y la pared que se pinta, que es dar y recibir amor aunque a veces el desgaste de su energía te pasa por encima como una apisonadora, que es compartir y afrontar sus temores, sus conflictos e ilusiones, que es dejar una huella en cada una de esas pequeñitas personas con las que trabajamos, que a buen seguro de una manera u otra, condicionará su vida, a veces más, a veces menos, pero que la huella permanecerá en casi todos los casos?
Los valores se aprenden y se comprenden, la forma positiva de relacionarse se fomenta e incentiva, la actitud se trabaja, el gusto por la escuela se motiva, la seguridad en si mismo se desarrolla y asimila… y así es como se puede llegar a esculpir el ser que cada niño lleva dentro. En ocasiones, los frutos llegan pronto, otras veces no tanto; en ocasiones, incluso, no seremos ni nosotros mismos los que disfrutemos de estos, sino que serán otras personas, en un tiempo futuro, los que lleguen a degustarlos. Y es que, sin duda, la huella de un trabajo bien hecho en este sentido queda, perdura y en algún momento, eclosiona. Es una cuestión de pura inversión social.
Dedico estas líneas a los educadores y educadoras que desde el tejido asociativo de la ciudad llevan años en la brecha, regalando una buena parte de su tiempo, su pasión y en definitiva dando lo mejor de ellos mismos a los niños, niñas y jóvenes con más carencias de la ciudad. Entidades como la Asociación Alendoy, LIGADE, la Asociación Cardijn, el Colectivo CEPA y otras que contra viento, marea y una escasez de subvenciones insostenible, realizan un trabajo fundamental. Como no, dedicar estas líneas también a todas las personas con las que he tenido el placer de trabajar en la administración local, en los dos Programas municipales de atención directa a menores en riesgo que he conocido y de las que tanto he aprendido. Unas maravillosas personas y profesionales que dieron vida al Programa de Educación de Calle Urbaneando, el cual nunca se debió dejar desaparecer. Y otras si no iguales, mejores, con las que comparto mis vivencias diarias desde el Programa de Zonas con Necesidad de Transformación Social.