Ilustración: pedripol
La palabra “energúmeno” viene del griego y significa –dice la Wikipedia- “persona poseída por el demonio”, o también, “persona colérica que, al enojarse se expresa con violencia”.
Se mire por donde se mire, el nuestro es un país lleno de personas poseídas por mil demonios, por la cólera y el enojo, que se expresan con violencia, un país de energúmenos.
La historia apunta a que este es un rasgo ancestral de nuestra idiosincrasia hispana: esa disposición a discutir airadamente, a voces, con mucho aspaviento, mentándole la madre a quien se ponga a tiro, por un quítame allá esas pajas. No hace falta que el motivo sea importante, la bronca puede producirse por razones (o más bien, sinrazones) de fútbol, carnaval, tráfico, gastronomía o, como en la memorable película “El Verdugo”, por “cómo estaba usted mirando a mi señora”.
Alguien podría decir que es un rasgo común a otros países y pueblos de sangre caliente, que tiende a templarse cuando aumentan los niveles de educación y desarrollo, cuando las sociedades primitivas avanzan por la senda del civismo y la cultura democrática.
Pero, en nuestro caso esa característica parece haberse acentuado en los últimos tiempos, como puede comprobarse en algunas tertulias radiofónicas y televisivas, o en los foros de comentarios de la prensa digital. El nivel de crispación y virulencia que se manifiesta en muchas de las opiniones que allí se expresan es ya lo normal.
A menudo, no hay una exposición ponderada de argumentos, ni de escucha y consideración de las demás razones. Lo que predomina es la descalificación y el insulto a quienes no piensan como uno o una.
Creo, ya digo, que este es un viejo asunto, de profundas raíces y dramáticas consecuencias históricas. Un problema que trasciende las ideologías, porque se pueden encontrar sin dificultad energúmenos de derechas, de izquierdas y hasta de centro, que compiten en su sectarismo airado, que parecen siempre dispuestos a suprimir, físicamente incluso, a la otra parte.
Además, los energúmenos se retroalimentan y refuerzan entre ellos, cuanto más fanático y visceral es el otro, más se acentúa la cerrazón y la cólera de su antagonista, que se carga de razón: «¡es que él es un cerril obcecado!».
Ciertos acontecimientos y circunstancias parecen excitar esta tendencia, como ocurre con el “desafío soberanista” del independentismo catalán, que se ha convertido en un excelente pretexto para energúmenos de uno y otro bando a la hora de soltarse la melena de la sinrazón y darle correa a la bronca y el exabrupto.
Todas las razones, de tirios y troyanos, de los nacionalistas de una y otra patria (y hasta de los que no se sienten de ninguna), son respetables, pero con frecuencia hay patriotas energúmenos que se atrincheran en la negación del otro y se revisten de una pasión fundamentalista y una disposición al garrotazo que ponen los pelos de punta.
Todos somos corresponsables del clima social, a todos nos corresponde cuidarlo, pero en la actual ola (o tsunami) de energumenismo tienen una particular responsabilidad quienes, desde el poder o los medios, han venido sembrando los últimos años, con constancia suicida, vientos de descalificación y odio.
Son los mismos que, a cuenta de la recuperación de la Memoria Histórica, acusan a los otros de «guerracivilismo”, de dividir y crispar, de atacar a la democracia. Los que denunciaron indignados conspiraciones ajenas contra su partido cuando les pillaron con las manos en la masa de la corrupción. Los mismos que recogieron firmas, promovieron boicots contra el cava o interpusieron recursos contra el Estatut Catalán aprobado en referéndum. Su lista de excesos es extensa. Ellos han convertido el energumenismo en método político.
Ahora, una vez más, esos maestros de la crispación van de víctimas, esperando sacar rédito político de la situación. Como diría el increíble Aznar: los pirómanos pretenden ser bomberos.
Este juego no puede seguir. Es demasiado peligroso. La discrepancia y la crítica son necesarias, pero aún más lo son el respeto, la escucha, el diálogo… Lo que menos necesitamos son energúmenos, en ningún aspecto de la vida, pero mucho menos en la política.
Hemos de aislar socialmente a los energúmenos, echarlos de la política y de los medios de comunicación, de la judicatura y las fuerzas de seguridad, del clero (de todos los cleros, de todas las religiones) y de la educación… De todos los sitios, hasta de las barras de los bares.
O eso, o convertir el consumo de Valium en obligatorio.