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Pedripol 2

Ilustración: Pedripol

1

Venían desde muy lejos. Venían desde ciudades mendicantes y poblaciones áridas, rudas, pulverulentas. Venían desde el desierto y el infecundo sur. De Portugal, de Italia, de Grecia, de Turquía, de las montañas búlgaras y el litoral caucásico borrado por las aguas del Mar Negro.

Míralos. Rígida, torpemente aclimatados al signo de los tiempos. Gente de pelo oscuro y piel morena peregrinando en flujos sucesivos hacia un lugar de límites inciertos. Cuyas familias, cuyas posesiones habían quedado atrás, en un viejo país atrafagado del que ya nada queda, ni poemas.

Venían de nula gana, evacuados, en busca de refugio, y ahora se encaminaban a las regiones nórdicas tras una larga marcha extenuante por la fingida Europa, flacos, acalorados y qué más, con manos sucias y uñas sarracenas, con las mejillas engolletadas de mugre, acarreando a guisa de equipaje gastadas bolsas de plástico, mochilas de poliéster y sacos de dormir.

Cáfila errante, aquella, agolpada en remolques y camiones abiertos. Niños, mujeres, hombres atraídos por la magnificencia del paisaje y el paisanaje que les recibían, andando a paso tardo, sin hablar, como una cuerda de presos, mientras atravesaban, entre perplejos y regocijados, lujosos barrios que se atrincheraban tras altos varganales o gruesas tapias de mampostería. Casas de construcción organicista que ansiaban integrarse en el entorno sin demasiado éxito. Casas racionalistas de apariencia industrial. Casas minimalistas diseñadas en atención a un mapa de energías o como se llamara, que parecían alzarse encima de una lágrima.

Con avidez hollaban sus jardines cercados de canteros y de bardas, sus tierras de labranza y las praderas donde pastaban sus reses. Calles pavimentadas y caudalosos ríos atravesaban secretamente sus sueños.

En sus evocaciones se amalgamaban vallas alambradas; torres de vigilancia coronadas por grandes focos rastreros; coches abandonados en cunetas seis, ocho años atrás; viejos tractores inutilizados; casas empenachadas de humo negro; gaviotas arrastrándose en el aire, en busca de carroña; peces muertos flotando. Nada era verde ahora ni lo sería ya más. Grandes zonas agrestes jalonadas de escarpas, breñas y cortaduras y landas roturadas en las que la cosecha se convertía en maleza sin remedio; campos de girasoles agostados y algodonales secos; árboles calcinados, con las ramas desnudas; trigales malogrados por los insecticidas y los vertidos tóxicos; hectáreas de terreno desboscadas y ríos agriados por los defoliantes diseminados por el viento y la lluvia.

El sol seguía subiendo alto en el cielo, trazando sombras cada vez más cortas y agostándolo todo. En su región de origen, lagos evaporados habían ido dejando sin sustento a pescadores y cazadores locales. Millones de algas rojas estancadas frente a la costa atlántica habían intoxicado el litoral. Nuevas inundaciones y derrumbes habían minado completamente el turismo.

El ciclo establecido por la naturaleza desde el ignoto día de la creación, e incrustado en la psique colectiva tras millones de años de presencia en la tierra, había sido quebrado, y solo huían. Se aventuraban con aprensión y sin fuerzas en el fin de una era, sin luz ni agua corriente, sin internet, sin telecomunicaciones, en el convencimiento de que el tiempo se prorrogaba ahora en los extremos del hemisferio norte, mientras que los del sur se transformaban en espacios indómitos, emponzoñados y clausurados por siempre como escenarios de una catástrofe química.

2

Venía desde otra época. Un país anquilosado y escorado en el tiempo, veinte, treinta años antes. Calles de tierra sin apisonar, zarandeadas por las tormentas de polvo. Barrios enteros donde una cruz decusata señalizaba la prohibición y la muerte.

Venía de un país hundido y una familia extinta. Había visto cadáveres, hombres y niños muertos sorprendidos en ademán agónico, arrastrándose en busca de refugio. Cuerpos momificados y extraídos de entre un pilón de escombros que eran acarreados hasta fosas y echados a rodar sobre esterillas sin actas ni registros donde inscribir sus nombres, sin una mala misa para decir adiós. Cuerpos ennegrecidos, abandonados luego por sus prójimos para salir corriendo con lo puesto hacia una brecha abierta en la frontera, siguiendo un falso aviso, las más veces, y allí quedaron, mudos, olvidados, trazas de cagafierro en sus mejillas y esquirlas desprendidas de cristales brillando en sus cabellos. Era Pompeya, Prípiat, Fukushima, o todo lo demás.

Debían ir hacia el norte, había dicho su madre poco antes de que empezasen los desprendimientos. Huérfanos en la noche, su voz traía el recuerdo de aquel tiempo cercano a la catástrofe que ahora se proyectaba con detalle, y nadie entre los suyos lo cuestionó siquiera, porque sintieron —algo, pero qué— el peso de un mandato. Inútil agitarse en la balanza que la secreta línea de la historia siempre solía inclinar hacia los otros. Sus pueblos, sus banderas. Cuanto una vez tuvieron, había sido esquilmado por azarosas manos. Aves adormecidas en los vértices de las placas solares. Nubes contaminadas surcando el cielo agrario. El campo, un albañal.

Quienes dormían lo hacían a la intemperie. Hambrientos, desvelados, iban cumpliendo el sueño de la muerte supliéndolo a intervalos. Se derrengaban y entrecerraban los ojos a la menor ocasión, haciéndose un ovillo. O se tumbaban en imposibles posturas, en cochambrosas mantas, cuando de pronto algo los sobresaltaba, una deflagración o un estruendo, y un día, de repente, eran zarandeados por sus hijos pero sus labios ya no respondían, e iban cayendo en plazas y calles apestadas hediondas a sudor, apretujados como animales enfermos.

Hugo los observaba y oía sus jeremiadas con íntima distancia. Mareos, insolaciones. Ancianos abrumados por golpes de calor. Iba con decisión de tienda en tienda, donde los refugiados acomodaban unos sobre otros sus piernas descarnadas y cubiertas de abscesos. En algunos brillaba claramente la mirada sin fondo del cansancio. Habían sobrepasado la barrera de la miseria y la desnutrición —campos de contención enlodazados por lluvias imprevistas, virus, enfermedades y toda suerte de padecimientos—, pero les esperaba una peor: la del rechazo unánime, la mofa más o menos soterrada y el incivil racismo.

Para sus anfitriones, él provenía de un mundo en que los hombres, gárrulos sin luces, se pasaban la vida haraganeando en las plazas, durmiendo siestas a la resolana entre pequeños síncopes y eructos de cerveza, y las mujeres eran huesudas y mal habladas. La incomprensión y el odio que inspiraban constituían de entrada una muralla de infaustas dimensiones. Los ciudadanos de los países del norte rara vez se mezclaban con la gente del sur. Era fácil pulsar las diferencias, físicas, psicológicas, pues sus vivencias eran en todo dispares. Ellos seguían fingiendo. Seguían vistiendo ropa fabricada con fibra natural, lino, algodón o lana, y no trapillos de tejidos sintéticos. Ellos hablaban tres o cuatro lenguas, y, cuando sonreían, enseñaban los dientes con prudencia, tan solo lo preciso, no caballunamente como él. Su habla tenía el acento rudo y entrecortado de las naciones bárbaras, y sus modales la encrespadura del sur. Desconocía los nombres de los útiles y los objetos que le rodeaban. Incapaz de adaptarse a la estructura de su lenguaje y de su pensamiento, se defendía por medio de una jerga formada con retazos de palabras que oía a su alrededor, y de silencios que jamás había oído. Una vez más, su mente estaba hueca. Sabía que sus orígenes eran ya tan lejanos e intrincados como su porvenir. Había sido enviado desde un misterio a otro. Repítelo: recuerda.

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