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Arturo martinez 5Fotografías: Arturo Martínez

El viernes parecía que iba a ser un día perdido. Teníamos que desplazarnos desde Olimpia hasta Delfos, unos doscientos cincuenta kilómetros en los que aparentemente no había gran cosa que ver.

Hasta Patras nuestros temores se iban cumpliendo. Íbamos por una carretera en muy buen estado pero con muchísimo tráfico y sobre todo con unos conductores que en su mayoría no respetaban las normas de tráfico. No hablo ya de los límites de velocidad sino de los adelantamientos en doble raya continua en una curva sin visibilidad, de los autobuses que nos acosaban porque íbamos sólo a setenta en un tramo limitado a cuarenta, de los tractores que maniobraban en plena carretera para girar en redondo, de los dobles adelantamientos simultáneos en un tramo con un solo carril por sentido… Dicen que Grecia es el país de la Unión Europea con mayor tasa de siniestralidad; visto lo visto me lo creo plenamente.

Poco después de Patras cruzamos el golfo de Corinto por el puente de Rio – Antirio. Construido por el mismo sistema de torres y cables que el de La Pepa en la bahía de Cádiz, es con mucho el puente colgante más largo del mundo; mientras que el de Cádiz cuenta con dos grandes torres de las que cuelgan los cables de suspensión, el de Patras tiene cuatro torres. Y cuatro han sido también los años que se tardó en construirlo. Los griegos lo terminaron a tiempo para que pasara por él la antorcha olímpica cuando las Olimpiadas de Atenas del 2004, no como el de Cádiz, previsto para los fastos del 2012, inaugurado sin terminar en 2015, y todavía sin rematar en 2017.  Y por cierto, en el de Patras hay carril peatonal y se permite la circulación de bicicletas.

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Con 2.250 metros de largo colgante, 57 de gálibo y 560 de vano, supera ampliamente al de La Pepa en todos los aspectos salvo en el gálibo (doce metros menos) y el tiempo de construcción (tres años más corto).

Después de cruzar el puente y ya en la región de Fócida, seguimos camino hacia Delfos hasta que una señal de carretera nos llamó la atención: indicaba “Nafpaktos – Lepanto”. Recordamos entonces que la famosa batalla de Lepanto había tenido lugar en el golfo de Corinto, y decidimos seguir las señales pensando que llegaríamos al escenario de la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros, como escribió Cervantes en el prólogo a la segunda parte de El Quijote.

Cuando llegamos al pueblo de Nafpaktos nos encontramos con un puertecillo no más grande que el de Cabo Roche, pero perfectamente defendido y conectado por una gruesa muralla a una fortaleza que se levantaba en un monte cercano.

Subimos a la fortaleza y el guarda nos explicó que la batalla había tenido lugar a unas treinta millas náuticas al oeste, frente al delta de Missolonghi. También sabía perfectamente que el almirante de la escuadra cristiana se llamaba Juan de Austria y que en la batalla había perdido una mano Cervantes.

En realidad, Nafpaktos (Lepanto para los venecianos) no había sido más que la base frente  la que se había concentrado la flota otomana.

En un bando se alineaban trescientos buques españoles, venecianos, genoveses, malteses, toscanos y saboyanos, con cien mil hombres a bordo; y en el otro, mandados por Alí Bajá, otros trescientos buques con ciento veinte mil hombres. Los comandantes españoles eran Álvaro de Bazán (andaluz, Conde de Santa Cruz), Luis de Requesens (catalán, gobernador de los Países Bajos), Juan Andrea Doria (genovés, príncipe de Melfi) y Alejandro Farnesio (romano, duque de Parma).  Es muy representativo del espíritu de la época que tanto Juan de Austria como Alejandro Farnesio fueran hijos ilegítimos de Carlos I de España y V de Alemania. Adulterio y nepotismo a partes iguales.

La derrota absoluta de la escuadra otomana significó un freno a su expansión en el Mediterráneo oriental y un obstáculo importante a la actividad de los corsarios berberiscos.

En el minúsculo puerto de Nafpaktos (no creo que hubieran cabido más de dos o tres trirremes) nos tomamos unos cafés mirando al mar, y luego reemprendimos el camino hacia Delfos. Pero se echaba encima la hora de comer, por lo que al cabo de no mucho tiempo nos desviamos de nuevo hacia la orilla del golfo de Corinto.

Esta vez llegamos a Galaxidi, un pueblecillo sin fortificar pero con un bonito puerto natural, una ensenada muy estrecha bordeada al sur por una colina cubierta de pinos y al norte por las casas del pueblo, con una fila ininterrumpida de restaurantes marineros. Descartamos uno que alardeaba de pescado fresco (dime de qué presumes y te diré de lo que careces) y elegimos otro cualquiera. Calamares, boquerones y una ensalada de lechuga nos levantaron el ánimo, y gracias a eso pudimos cruzar el inmenso olivar de Itea y trepar hasta Delfos por una carretera en zigzag.

A la mañana siguiente nos volvió a tocar levantarnos temprano para llegar al recinto arqueológico en cuanto abriera; gracias a esa táctica evitábamos a la mayoría de los grandes grupos que llegaban en autobús desde Atenas o directamente desde los cruceros atracados en el puerto de El Pireo.

Según la leyenda, en el siglo VII ANE el propio Apolo ordenó a unos marineros cretenses que construyeran el primer santuario, bajo la promesa de que “conocerían los pensamientos secretos de los dioses inmortales”. Ya en su día Zeus había determinado que en este lugar estaba el centro del mundo, por el poco científico método de lanzar dos águilas a volar en direcciones opuestas. Desde el punto del cielo en el que confluyeron de nuevo, Zeus dejó caer el Ónfalos, la piedra que se había tragado Cronos. El pedrusco, considerado el ombligo del mundo, fue a caer precisamente en Delfos, donde se conservó durante siglos.

En los primeros tiempos del santuario la ceremonia del oráculo solo tenía lugar una o dos veces al año, o a petición de alguna persona muy importante. Pero la fama del santuario creció, las peticiones aumentaron, y la ceremonia acabó celebrándose casi todos los días.

La Pitonisa, la encargada de las adivinaciones, era la sacerdotisa de la mítica serpiente Pitón, que había habitado allí cerca hasta que la mató Apolo. Se metía en un sótano bajo el templo de Apolo, junto al Ónfalos, y respiraba unos gases que salían por una grieta del suelo (o según otra versión, una mezcla intoxicante de humo de laurel y de harina de cebada). Poseída por Apolo respondía mediante movimientos convulsivos y sonidos inarticulados a las preguntas que se le hacían. Los sacerdotes del templo se encargaban de interpretar esos movimientos y sonidos a la luz de las preguntas recibidas.

Parece ser que las respuestas eran lo suficientemente ambiguas como para acabar acertando. Por ejemplo, Creso, rey de Lidia, fue a consultar antes de atacar a los persas, y la respuesta que recibió fue: “Si cruzas el rio Halys destruirás un gran imperio”. Creso cruzó el río e invadió Persia, pero lo que no le había dicho la Pitonisa es que el imperio que  destruiría sería el suyo propio, al fracasar la invasión.

Con este y otros aciertos fue creciendo la fama del templo, y las principales ciudades griegas levantaron allí templetes, a cual más ostentoso, para exhibir sus ofrendas; en el fondo creo que se trataba de pura guerra de propaganda, de demostrar a posibles enemigos su excelente relación con Apolo y lo difícil que sería vencerlos. El Tesoro ateniense, cuyo edificio se conserva en muy buen estado, se financió con la décima parte del botín de la batalla de Maratón.

El recinto se sigue visitando como hace tres mil años. No me refiero a que haya que ir con chitón,  himatión y sandalias, sino a que todavía en la actualidad el recorrido de los turistas es el mismo que en su momento seguían los peregrinos.  Comenzaba en el Ágora, entonces ocupada por tiendas de recuerdos y de exvotos, y se ascendía por la ladera del monte siguiendo la Vía Sacra, una calle en zigzag que pasaba por los principales Tesoros. De la mayoría de los edificios solo quedan las bases, por lo que hace falta bastante imaginación para reconstruir sus muros, decorarlos con pinturas multicolores, añadirles numerosas estatuas de bronce y de mármol y soñar las ricas ofrendas de oro, plata y marfil que se exponían dentro y fuera de los Tesoros. Aquel ascenso estaba diseñado para dejar sin aliento y boquiabierto a los visitantes.

Pasamos luego junto al templo más primitivo, un simple círculo de rocas desprendidas del monte, en una de las cuales se sentaba la Sibila o Pitonisa para hacer sus profecías hasta que se construyó el templo de Apolo, y llegamos por fin al núcleo del Témenos, el recinto sagrado. El templo de Apolo, elevado sobre un muro ciclópeo de contención, tenía una planta de sesenta por veintiocho metros; me refiero lógicamente al tercero y último de los que se elevaron en el mismo lugar, y que siguió funcionando hasta que el emperador cristiano Teodosio ordenó destruirlo y prohibió el culto a Apolo y las actividades de la Pitonisa. En el pronaos tenía grabadas frases de los siete sabios de Grecia, algunas tan conocidas como “Conócete a ti mismo” o “De nada en exceso”. Pausanias, que nos guió todo el viaje, escribe que frente al templo se alzaba una estatua dorada de Apolo de dieciséis metros de altura.

Muy cerca del templo se elevaba el teatro, pequeño en comparación con los de Argos o Epidauro pero con unas espléndidas vistas sobre el valle del rio Pleistos. Seguimos subiendo varios cientos de metros hasta llegar al estadio, el mejor conservado de todos los que habíamos visto en el viaje, con sus graderíos de piedra y hasta el palco de los jueces.

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En medio del silencio respetuoso en el que nos movíamos la mayoría de los visitantes, apareció un grupo vocinglero de estudiantes de bachillerato españoles. Tan harto debía de estar el profesor que los acompañaba, que le escuché decirle a una de las alumnas:

No te preocupes, si algún día vuelves por aquí es que te habrás hecho mayor.

En los dos días que pasamos en Delfos coincidimos en varias ocasiones con otro grupo de españoles, cuatro parejas algo mayores que nosotros que viajaban en una furgoneta con conductor. Por el acento podían ser de Valladolid, y por la conversación funcionarios jubilados.

Nos cruzamos con ellos en el momento en que salían de un restaurante, y oí a uno de ellos que se despedía del camarero con un sonoro “Welcome!” Ante la cara de sorpresa del empleado, nuestro paisano añadió: “Parakaló” (por favor). El camarero huyó hacia el interior del local para no soltar la carcajada, y el español les comentó muy serio a sus compañeros de viaje: “Es que no hablan ni papa de inglés, hay que hablarles en griego para que te entiendan”. Me imagino que sería el políglota del grupo.

El domingo por la tarde teníamos que entregar el coche en Atenas. En el camino desde Delfos, para aprovechar el alquiler hasta el último momento, nos desviamos hasta el monasterio de Osios Loukas. Por lo visto, en el siglo X vivió allí un ermitaño llamado Lucas, que antes de morir construyó una iglesia dedicada a Santa Bárbara y fundó una comunidad religiosa que ha mantenido el monasterio vivo durante  más de mil años. Ahora los monjes son propietarios de casi todas las tierras del valle y se dedican a la elaboración de aceite de oliva ecológico. Este San Lucas el Menor –llamado así para distinguirlo del evangelista- era un estilita, o sea que se pasaba la vida subido a una columna, y fue de los primeros santos del cristianismo capaces de levitar mientras oraba. Y para que no me acuséis de inventarme las cosas, lo podéis comprobar aquí: http://es.catholic.net/op/articulos/34846/lucas-el-joven-santo.html

Al llegar, en medio de un chaparrón, nos sorprendió encontrar el aparcamiento ocupado por media docena de autobuses. Por un momento pensamos que se nos habían adelantado los cruceristas, y que nos tocaría visitar el monasterio entre hordas de jubilados y de chinos. Pero cuando llegamos a la iglesia de María Teotokos nos quedamos tranquilos. Se estaba celebrando un funeral, y los autobuses habían traído a los asistentes desde los pueblos de los alrededores. Nos puede resultar extraño, pero en Galicia es una  práctica tan frecuente que en La Voz de Galicia no es raro encontrar esquelas que terminen indicando los horarios y puntos de salida de los autobuses al funeral “con paradas en los puntos habituales”.

El oficio en sí no llegamos a verlo, ya que era materialmente imposible entrar en la iglesia, en la que no cabía una persona más, pero desde el atrio escuchamos perfectamente los cantos de los monjes, que se conservan desde la época bizantina. Y también vimos la salida de los parientes del difunto portando un enorme bizcocho, que luego distribuyeron entre los asistentes.

En el intervalo entre este funeral y un bautizo que se iba a celebrar algo más tarde pudimos contemplar prácticamente solos los magníficos mosaicos dorados de las dos iglesias principales, del siglo XI, que parecían rivalizar en riqueza e ingenuidad. Las escenas de las dudas de Santo Tomás parecían sacadas de un comic, con Jesucristo obligando a Tomás a tocar sus heridas, sin que el santo perdiera su cara de incredulidad.

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También pasamos un buen rato en la capilla primitiva, que en la actualidad es la cripta del Catholikón, la iglesia principal del complejo monástico, y cuyos mosaicos, destruidos en el siglo XVI por un incendio, han sido reemplazados por frescos.

En el pequeño museo que ocupaba el antiguo refectorio aprendimos que ni los bizantinos ni los ortodoxos actuales esculpían imágenes religiosas, sino que utilizaban exclusivamente representaciones en dos dimensiones, sean iconos, mosaicos o frescos. Supongo que será consecuencia de una reacción de rechazo a las religiones clásicas, en las que se usaban profusamente las estatuas.

Desde Osios Loukas condujimos directamente hasta el aeropuerto de Atenas, donde devolvimos el Polo que tan buenos servicios nos había prestado durante dos semanas y con el que María se había ganado el título de mejor conductora del Peloponeso, con los 2.000 kilómetros que nos había llevado por aquellas carreteras infernales.

Un taxi nos llevó hasta la capital, pero esa es otra historia,

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