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Fotografía: Arturo Martínez

Para que nadie se llame a engaño empezaré advirtiendo que  ni Laconia está en Galicia, ni a sus habitantes se les llama lacónicos, ni entre sus productos típicos se encuentran los lacones. Es, nada menos, que una comarca griega cuya capital es Esparta, y que en el pasado se conocía como Lacedemonia. Dicho esto, ya podemos emprender el viaje.

El jueves por la mañana nos despedimos temprano de Peter, el propietario del apartamento en el que nos habíamos alojado en Nauplia, cargamos nuestro escaso equipaje en el “polito” rojo que habíamos alquilado en Atenas, y nos dirigimos hacia el sur rodeando la orilla oeste del golfo Argólida. En Agio Andrea nos metimos por una carretera que nuestro mapa señalaba a la vez como “principal” y “pintoresca”. Pintoresca sí que resultó, como contaré a continuación, pero si aquella era principal no quiero ni pensar cómo serían las secundarias. Una estrecha cinta de asfalto, sin arcenes ni ningún tipo de señalización, cuarteada y con los bordes mordisqueados, se perdía por las montañas, cada vez más arriba. Aunque el TomTom insistía en que íbamos por la ruta correcta, yo estaba deseando llegar a algún pueblo o a alguna bifurcación que me lo confirmara. Pero nada, ni pueblos ni casi edificios aislados, más allá de algún aprisco de ovejas apoyado en las laderas de piedra. La carretera seguía subiendo lenta pero inexorablemente mientras que la temperatura exterior bajaba, hasta llegar a estar diez grados por debajo de la de la costa.

Los olivos que nos rodeaban al inicio de la ruta habían sido sustituidos por robles y majuelos, y no nos cruzamos con ningún otro vehículo durante más de una hora. Estábamos atravesando los montes Kynourias, y según el mapa lo único que había por allí era monasterios, que además se ubicaban siempre a varios kilómetros de la carretera.

Cuando alcanzamos suficiente altura el valle quedó cubierto de enormes castaños que empezaban a florecer; entendimos entonces el significado de Kastanitsa, nombre del único pueblo importante en toda la ruta. Y lo de “importante” era un tanto metafórico, ya que cuando al fin lo cruzamos no vimos ni un hotel, ni un restaurante, ni un café; ni siquiera una tiendecita de alimentación. En España habría sido un importante centro de turismo rural, pero aquí no pasaba de ser una aldea somnolienta en la que la carretera, pavimentada con losas de piedra, hacía las veces de calle mayor. Los montones de erizos vacíos que se acumulaban a los lados del camino, y los frecuentes letreros de “PROHIBIDO COGER CASTAÑAS SIN AUTORIZACIÓN” daban una pista de cual era  principal fuente de riqueza de la zona.

Cuando cruzamos la divisoria de aguas y empezó el descenso hacia Laconia la vegetación cambió radicalmente. Los castaños, cerezos y nogales fueron reemplazados por las coníferas: pinos piñoneros en los valles y carrascos y abetos de Cefalonia en las laderas.

Llegamos por fin al amplio valle del río Evrotas, al que servían de telón de fondo los impenetrables montes Taigetos. Cruzamos sin detenernos la capital de Laconia, Esparta, de cuya época clásica no queda casi ningún vestigio, para alcanzar nuestro objetivo de aquella mañana: la ciudad bizantina de Mistrás, que se alza sobre un peñasco junto al valle del río Lagadha, uno de los pocos pasos naturales que a través de la cordillera comunican con la vecina comarca de Messinia.

A mediados del siglo XII y al amparo de la IV Cruzada apareció por allí el príncipe Guillermo II de Villehardouin, un franco que decidió aprovechar la escarpada colina de Mistrás para construir en lo alto una fortaleza. En realidad, estoy convencido de que él no cogió una piedra con las manos en su vida, sino que reclutó mano de obra barata o gratis en las bien pobladas zonas agrícolas del fondo del valle, y los puso a trabajar en su propio beneficio. Es lo que el materialismo histórico definía como apropiación de la plusvalía y el neoliberalismo llama emprendimiento y creación de puestos de trabajo.

Poco le duró la alegría al príncipe, porque solo trece años después de fundar su castillo se lo arrebataron los bizantinos, que siguieron fortificando la colina y construyendo una auténtica ciudad en los niveles más bajos. Arriba de todo se alzaba el kastro, a media ladera un segundo círculo de murallas que englobaba el palacio y las dos principales iglesias, y más abajo estaba la tercera línea de defensa, que protegía la ciudad en sí, con sus nobles y sus plebeyos, sus artesanos y sus comerciantes, sus iglesias y sus monasterios. Mistrás alcanzó entonces su máximo esplendor, con unos veinte mil habitantes, y llegó a ser sede del Despotado de Morea.

En los doscientos años que duró aquella etapa de prosperidad se construyeron numerosas iglesias, decoradas con unos frescos ingenuos, que hoy en día todavía se pueden contemplar aunque bastante deteriorados por el paso del tiempo. Por suerte, casi todos los antiguos edificios religiosos están desacralizados y es el estado griego el que cobra las entradas y cuida de los edificios. Si siguieran en manos de los popes ortodoxos muy probablemente estarían cerrados al público, como nos dimos cuentas pocos días después en la península de Mani.

En Mistrás no había autobuses turísticos ni grandes grupos guiados, me imagino que esta ciudad no aparece en la lista de “los diez principales monumentos del Peloponeso que un crucerista no se puede perder”. Los turistas, en grupos de no más de tres o cuatro personas, se repartían sin problemas por el amplio recinto y no gritaban ni tiraban basura.

En la taquilla situada junto a la Puerta de Monenvasia nos habían recomendado que visitáramos primero la ciudad baja, para luego subir en coche hasta la entrada superior y recorrer la ciudadela y su palacio e iglesias. Desde allí, los más jartibles podían ascender hasta el kastro, situado seiscientos metros por encima de la llanura. Pero cuando a las tres de la tarde terminamos nuestra visita a la ciudad baja, después de cuatro horas subiendo y bajando cuestas, aplastados por un calor de bochorno, decidimos que ya estaba bien de piedras y de frescos, y que en lugar de la ciudadela preferíamos acudir a una taberna que habíamos visto desde el coche unos cientos de metros más atrás.

Fue una buena decisión. Nada más entrar en la Taverna Mármara y sentarnos en una terraza protegidos por un tejadillo, comenzó a llover. Agotados por el recorrido de iglesia en iglesia devoramos unos pinchos de cordero a la parrilla, chuletitas de cordero, verduras asadas y una enorme fuente de patatas recién fritas. El único fallo, como en casi todos los restaurantes, era el vino. Después de todo lo que nos habíamos documentado antes de salir de España, después de la clase magistral del señor Karoni en Nauplia, estábamos deseando disfrutar de los famosos vinos griegos. Pero el Mármara no era una excepción y la oferta de vinos se limitaba a un escueto renglón en el menú: “Vino de la casa blanco/rosé/tinto a 3€ el medio litro”. En los pocos sitios cuya carta anunciaba otros vinos de mayor categoría, nunca estaban disponibles. Y digan lo que digan, un vino que cueste en un restaurante seis euros el litro es muy difícil que sea bueno. Los muchos que probé oscilaban entre simplemente bebibles y directamente imbebibles.

La larga espera en el restaurante, lógica si tenemos en cuenta que los platos se preparaban en el acto, nos la amenizó un guacamayo precioso, que enseguida hizo buenas migas con mi cuñada. Cada vez que ella le decía “lorito”, él se revolucionaba y hacía toda clase de ruidos. Luego nos contó el camarero que el nombre del pájaro era, precisamente, “Lorito”. Un marinero amigo suyo se lo había traído de Uruguay.

A media tarde llegamos al pueblecito de Monenvasia, en la costa oriental del Peloponeso, en donde teníamos previsto descansar unos días de tanta piedra y tanta ruina. Para ello, habíamos reservado habitaciones en el Hotel Panorama, que verdaderamente hacía honor a su nombre. Situado en lo alto de una cuesta del barrio de Gefyra, desde la terraza teníamos una vista perfecta del peñón de Monenvasia, unido a tierra firme por una escollera artificial y un puente. El sol se iba poniendo detrás de nosotros, y la montaña en la que se apoyaba Gefyra proyectaba una sombra que subía poco a poco por las laderas casi verticales del peñón. Lo que no se veía era la ciudad medieval, construida en la cara del peñón que daba al mar y perfectamente oculta a los ojos de los que llegaran por tierra. Era, literalmente, una ciudad volcada hacia el mar y de espaldas a tierra.

Un poco hartos de tanto coche, el viernes decidimos quedarnos en Monenvasia, a visitar la ciudad medieval y sobre todo a descansar. Sabíamos que los coches tenían prohibida la entrada en el casco antiguo, porque era materialmente imposible que cruzaran sus muros por la única puerta, un túnel en zigzag en el que difícilmente se podían cruzar dos carretillas. En la explanada inmediatamente anterior a la muralla descargaban camiones de reparto de comida y bebida o de materiales de construcción y los taxistas dejaban y recogían a los turistas y sus maletas. Todo lo que entra o sale de la ciudad medieval, desde los equipajes hasta las basuras, lo hace en carretillas llevadas por indígenas tan musculados como sudorosos. Así consiguen que las calles sean un remanso de paz, sin ruido de motos, y de paso se mantienen unos cuantos puestos de trabajo, me temo que muy mal pagados.

El pueblo, que en la actualidad tiene solo unos cuarenta habitantes permanentes, está amurallado en su totalidad, sin más accesos que la puerta por la que acabábamos de entrar, y otra puerta y un portillo en el otro extremo, que daban directamente al mar. De la plaza central subía una tremenda cuesta en zigzag hasta la ciudadela, en la que en sus mejores momentos vivían los nobles y los militares.

La parte baja se organizaba en torno a una calle no más de dos metros de ancho, el Messi Odos (calle de en medio) de los griegos, el foros de los venecianos y el pazari de los turcos. Sigue siendo el sitio donde se concentran las tiendas, los cafés y las agencias de viajes, y a su alrededor se extiende un laberinto de escaleras, plazuelas, pasadizos y callejones con o sin salida.

Aunque hoy en día Monenvasia es un remanso de paz que vive del turismo en régimen de monocultivo, con sus hoteles con encanto, sus restaurantes de lujo, sus cafés sobre el mar y sus tiendas de recuerdos, delikatessen o ropa de verano, no siempre fue así. Como la mayoría de las ciudades griegas, pasó por manos bizantinas, venecianas y otomanos, atraídas siempre por la fortaleza natural que brindaba el peñón sobre el que se asienta.

La ciudad se ha dedicado tradicionalmente a la navegación, al comercio marítimo y a la piratería, y llegó a contar con cincuenta mil habitantes y veintiséis iglesias. Su decadencia llegó con la guerra ruso-turca de 1770 y la expedición del almirante Orlov por el Mediterráneo.

Cuando estábamos comenzando la visita vimos entrar en la bahía un buque de crucero, por lo que nos apresuramos a completar el recorrido por los principales puntos de interés antes de que llegaran las previsibles hordas de cruceristas. Por suerte, el barco no podía atracar en el pequeño puerto de Gefyra, y entre las maniobras de fondeo, el desembarco en lanchas salvavidas y el traslado en autobús hasta la muralla, tuvimos tiempo de disfrutar de iglesias, bastiones, vistas y hasta de un café frappé en una terraza cubierta de buganvillas.

Cuando empezó a notarse excesivamente le presencia de los cruceristas dimos por terminada nuestra visita y nos fuimos a comer al Aktaión, un restaurante sencillo en el paseo marítimo de Gefyra. Allí probé una ensalada tibia a  base de una planta halófita que estoy harto de ver en las marismas de la bahía de Cádiz, y que creo que se llama suaeda splendens. Deliciosa, en otoño me daré un paseo por los esteros para intentar recolectar unas cuantas y repetir la receta. Para rematar, María, la dueña nos invitó a un plato de moras de morera, las más grandes y sabrosas que he comido nunca. Me imagino que es una fruta muy delicada, porque no he vuelto a encontrarla en la carta de ningún restaurante. La tarde se nos fue entre siesta, ducha, lectura, escritura y contemplación del horizonte.

Después de ver asomar la luna llena por detrás de una araucaria abordamos la última tarea diaria de todo turista que se precie: buscar un sitio para cenar. Caímos en Casa Mateo, un restaurante greco-vasco con los camareros más estresados que he visto en mi vida. Vassili, que había trabajado varios años en Pamplona, corría bandeja en mano pese a sus ciento treinta kilos de masa corporal, y Mateo, casado con una donostiarra y compitiendo en peso con su colega, se afanaba detrás de la barra. A riesgo de decepcionar a los dos emigrantes retornados, rechazamos su oferta de paella y sangría y optamos por algo más local: ensalada griega, croquetas de queso feta y boquerones fritos. No sé en qué habían trabajado aquellos dos en España; desde luego no en hostelería.

El sábado, día de mi cumpleaños, nada más despertarme recibí un estupendo regalo: mi amigo Fuco me había enviado desde España una canción muy apropiada para la ocasión: “When I’m sixty four”, del álbum Sargent Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Buen comienzo del día.

Siguiendo con el plan de descansar nos fuimos a la playa, que aún no habíamos pisado en la semana que llevábamos en Grecia. Pero no elegimos alguna de las cercanas a nuestro hotel, sino que nos fuimos a pasar el día a la de Symos, en la isla de Elafonysos. Esta islita se encuentra a unos cincuenta kilómetros al sur de Monenvasia, en el extremo sudeste del golfo Lacónico, a menos de una milla de tierra firme. En invierno no viven más de cuatrocientas personas en sus escasos veinte kilómetros cuadrados, pero en verano los trasbordadores que la unen con el continente llegan a mover varios miles de turistas al día, Ni siquiera los espartanos habrían resistido ante tamaña invasión.

En el barco, lógicamente, las zonas reservadas a la tripulación estaban señalizadas con la palabra nautas. ¡Cuántos recuerdos nos trae este idioma! Argonautas, Nautilus, internautas…

Una carreterita, en diminutivo por lo estrecha y por lo corta, nos dejó en diez minutos en el otro extremo de la isla, en la bahía de Symos. La llegada nos decepcionó un poco por el cutrerío chiringuítico-playero que nos encontramos, pero en cuanto nos alejamos del coche la cosa cambió. Un sendero entre las dunas, cubiertas de una vegetación que ya quisiéramos en Cortadura, nos condujo hasta el paraíso de Symos Mikrós, la pequeña Symos. La bahía estaba dividida en dos partes desiguales por un tómbolo de no más de cien metros de alto, y nosotros estábamos en el lado más corto, el oriental. Una playa de dos o trescientos metros de larga, con una arena blanca impoluta; sendos promontorios rocosos que cerraban sus extremos; aguas verde esmeralda en las que fondeaban tres o cuatro yates, y una zona de sombrajos en los que se podía disfrutar de tumbonas, vistas y servicio de restaurante. ¿Se podía pedir algo más? ¡Sí! Que el agua estuviera limpia y no demasiado fría, que los griegos (algunos, por lo menos) fueran apolíneos y las griegas afrodíticas. Y todo eso se nos concedió.

Para rematar el placer, a nuestro lado se instalaron unas familias griegas con muchos niños, que nos obsequiaron durante un par de horas con unas clases gratuitas de pronunciación. Allí aprendimos a decirle a un niño que comiera, que se estuviera quieto, que viniera, que dejara tranquila a su hermanita, y también que para tirarse al agua de espaldas se dice ¡Platonis!, lo que nos recordó a Platón “el de las anchas espaldas”.

Como no nos gusta comer en la misma arena de la playa, a mediodía nos acercamos al chiringuito del que dependían las sombrillas. Nos sirvieron un menú a base de ensalada griega y pinchitos de cordero, no por repetitivo menos delicioso. Mis compañeras se volvieron a la playa pero yo me quedé leyendo en un sofá, con un plato de patatas fritas y unas botellita de agiorgítico. A la hora de pagar hubo un poco de confusión entre las consumiciones hechas en las tumbonas, las de la comida en sí y lo que había tomado yo luego en la zona de sofás, pero Dimitris, el camarero, nos tranquilizó: “No problem, I remember good”.

A la noche, para celebrar mi cumpleaños, nos fuimos a cenar a unos de los mejores restaurantes de Monenvasia, la Taverna Matoulas. Por fin un buen tinto de la zona y un mejor cordero al horno, pero nada comparable con la salida de una luna inmensa del mar en calma. Llena, roja virando lentamente a plateada, con un larguísimo reflejo en el mar que me recordaba La Canción del Pirata:

La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul.

Lástima que en castellano no exista una palabra para describir la luz de la luna. Me quedo con la gallega luar:

“Unha noite na eira do trigo
ó refrexo do branco luar
unha nena choraba e choraba
os desdés dun ingrato galán.”

Poco dura el pan en la mesa del pobre, y menos la tranquilidad en la vida del turista. Después de dos días de descanso (o sea, sin entrar en un museo ni en un recinto arqueológico), el domingo abandonamos Monenvasia y dejando definitivamente atrás el golfo de Epidauro Limira cruzamos hacia la desembocadura del Evrotas para rodear por el norte el golfo de Laconia. Poco después de cruzar el río nos encontramos una larga playa de arena, en cuyo centro yacía varado un viejo mercante, comido por el óxido pero que aún soportaba los embates del mar. De vuelta en Cádiz me he interesado por su historia, y aunque corren rumores de que iba cargado de cigarrillos de contrabando, y de que fue varado e incendiado por su propia tripulación para destruir las pruebas, la versión más lógica es la que habla de la quiebra de los armadores, del abandono del buque en el puerto de Gythio, y de un posterior naufragio semivoluntario para sacarlo del puerto, donde estorbaba a las maniobras de otros buques. Incluso hay quien afirma que lo vararon allí para aumentar el atractivo turístico de la playa de Valtaki, como si no bastara con los islotes Trisinia. El caso es que el pecio lleva allí más de treinta y cinco años, y los que le quedan.

Poco después llegamos a Gythio, el antiguo puerto y astillero de los espartanos, fundado según la tradición por Hércules y por Apolo, el de áurea espada. En las Guerras del Peloponeso lo conquistaron y saquearon los atenienses en un par de ocasiones; más tarde lo intentó tomar sin éxito el gran general Epaminondas. La ciudad fue también romana, hasta que en el siglo IV de nuestra era un terremoto destruyó su puerto natural.

Cerrando uno de los extremos de la dársena, a pocos metros de tierra firme está el islote de Marathonisi o de Cranae, donde Paris, hijo de Príamo, y Helena, la de los largos pelos, pasaron su primera noche juntos tras huir de Esparta y justo antes de que se declarase la guerra de Troya.

Hoy en día Gythio es una tranquila villa marinera, con hoteles antiguos asomándose a la rada artificial, y docenas de cafés junto al agua. Allí nos tomamos unos frappés, de esos que los griegos consumen sin pausa a todas horas, y brindamos en honor de los antiguos amantes. El frappé griego no es un granizado de café, como su nombre parece indicar, sino un batido de nescafé con agua y azúcar, al que luego se añade más agua fría y cubos de hielo; de vuelta a España busqué su origen y me enteré de que lo inventó por casualidad un empleado de una tienda de batidos un día que se quiso preparar un café solo y se encontró sin agua caliente ni café molido. Al hombre se le ocurrió batir un poco de nescafé con agua fría en una coctelera, y tanto le sorprendió el aspecto espumoso y el sabor que se dedicó a perfeccionarlo. Hoy es el refresco más popular en Grecia, donde ha desplazado a la coca cola y otras bebidas similares.

Seguimos rumbo sur y pasamos de largo por la famosa playa de Mavrovouni; el día estaba nublado y la playa, rectilínea y llena de viviendas ilegales, nos recordaba demasiado a la de El Palmar, entre Conil y Barbate. En cambio, nos internamos por una carreterita que después de dar muchas vueltas nos llevó hasta la bahía de Scutari.

Allí, en una caleta de cincuenta o sesenta metros de largo, un padre y su hijo calafateaban su barco, preparándolo para la temporada de verano y unos chiquillos saltaban desde un pequeño espigón a un mar azul intenso. Con mis pocas palabras de griego saludé a los dos hombres y les pregunté cómo se llamaba aquel idílico lugar. Después de señalar a otros pueblos de la bahía y nombrarlos, hicieron un gesto abarcando el entorno más cercano y pronunciaron una palabra: Paghanea, que yo rápidamente traduje como Pagania, la tierra de los paganos. De ilusión también se vive, pero es que por una vez no había a la vista ni un edificio religioso, ni una bandera del patriarca de Constantinopla. No me habría extrañado, en cambio, ver llegar a un trirreme conducido por algún héroe, o al mismo Poseidón saliendo de las aguas con su tridente.

El único edificio que parecía representar algún tipo de poder terrenal, un caserón de piedra, que ostentaba una bandera con una cruz azul sobre fondo blanco, no era más que la casa de un pescador con el símbolo (extraoficial, según se apresuraron a aclararme) de la península de Mani, en la que estábamos entrando.

Esta península, de unos cien kilómetros de largo por veinte o treinta de ancho, siempre ha vivido un poco al margen del resto de Grecia. En parte por lo agreste de sus montañas, que dificultan las comunicaciones, pero creo que también por el carácter individualista de sus habitantes. Hay en ella muy pocos restos arcaicos, clásicos o romanos, aunque se dice que sus habitantes fueron los últimos en abandonar la antigua religión olímpica cuando el emperador Teodosio impuso el cristianismo en todas sus tierras.

En cambio, cuando cruzados y otomanos destruyeron el Imperio de Oriente, fueron muchos los nobles bizantinos que abandonaron Constantinopla y se establecieron en esta tierra agria e inhóspita, formada por montañas peladas que caen directamente hasta el mar. Aquí mantuvieron sus luchas feudales y fortificaron sus casas con torres y muros de mampostería, de forma que hasta la aldea más pequeña, vista desde lejos, parece un castillo.

Estos nobles bizantinos consiguieron mantener una parte de sus privilegios bajo el dominio otomano, e incluso ocuparon cargos en la administración pública, pero dejando siempre claro que no se consideraban vasallos, sino aliados de conveniencia.

Incluso en la lucha por la independencia griega, en la que los maniotas combatieron valerosamente, hubo sus más y sus menos. Cuando Ioannis Kapodistrias, primer presidente de Grecia, mandó detener por insumiso al líder maniota Petros Mavromijalis, a los familiares del detenido les faltó tiempo para asesinar al presidente. Conociendo todo esto no nos extrañó nada que la capital de Mani, donde pasamos un par de noches, se llamara Areopoli, la ciudad de Ares, el dios olímpico de la guerra.

El lunes hicimos un largo –en horas, no en kilómetros- recorrido por la mitad sur de la península de Mani, empezando por las cuevas de Diros, a muy pocos kilómetros de Areopoli. Se trata de un complejo kárstico que con el paso del tiempo ha quedado parcialmente sumergido en el mar. Aunque nuestra guía de viaje aseguraba que las cuevas abrían a las 8:30, y en la taquilla se indicaba que a las 9:00, la verdad es que las visitas se iniciaron cuando los empleados terminaron de desayunar.

En unas barquitas recorrimos algo más de un kilómetro de galerías, muy bien iluminadas, pero a una velocidad que impedía hacer fotos. Al parecer en un principio eran tres cuevas diferentes, pero las necesidades de la explotación comercial ha llevado a los responsables a abrir algún túnel artificial que las intercomunica, e incluso a cortar algunas estalactitas que podrían lesionar a los visitantes. Por un lado me parece una salvajada, pero por otra parte pienso que el daño causado es muy pequeño comparado con el tamaño total de las cuevas, y que de algo tienen que vivir los habitantes de la zona.

Tuvimos la suerte de estar allí en junio y de que éramos tan pocos visitantes que solo ocupamos parcialmente dos de las diez lanchas disponibles; diez personas en total frente a las ochenta que entran simultáneamente en días punta. Así, lo que en agosto podía haber sido un horror tipo Eurodisney se convirtió en un recorrido mágico, en un silencio casi total, flotando sobre lo que parecía un espejo perfecto, agachando la cabeza de vez en cuando para esquivar las estalactitas. Y el último tramo, el que se hace andando, lo hicimos absolutamente solos, a nuestro ritmo. Nunca lo podré olvidar.

El lugar era lo suficientemente atractivo para que sobrasen las leyendas, como la de que las cuevas llegan hasta los montes Taigetos o incluso hasta Esparta ¡a sesenta kilómetros de distancia!, o la de que allí habitan anguilas gigantes.

A la salida de las cuevas, un nuevo descubrimiento del idioma griego: una tienda de recuerdos rotulada “ANAMNH?TIKH”, que transcrito resulta Anamnístiki, “lo que no se olvida”. Otra palabra que siempre recordaré.

Después de visitar las grutas, y de comprobar que el museo anexo estaba cerrado por falta de personal, emprendimos un recorrido no del todo afortunado. No es que tuviéramos ningún problema especial, pero nos fallaron casi totalmente las iglesias y las playas. Habíamos leído que dispersas por la península existían innumerables capillas, algunas de las cuales albergaban en su interior buenos retablos bizantinos. Pero prácticamente todas nos las encontramos cerradas a cal y canto, sin ninguna indicación del horario de apertura. Para más cabreo, en alguna pudimos entrever los famosos murales e iconostasios a través de un ventanuco. La iglesia ortodoxa, propietaria de las capillas, evidentemente no tiene ningún interés en que las disfrutemos el resto de los mortales. En Gardenítsa, Nómia, Koíta y Gerolimenas resultaron infructuosas nuestras gestiones para encontrar alguien que nos abriera la puerta de la capilla.

Sólo en una conseguimos entrar, gracias a un griego con aspecto de hippy que vivía al lado y que al vernos acudió motu proprio con la llave y esperó pacientemente a que contempláramos las pinturas todo el tiempo que nos dio la gana. Le dimos una propina y se quedó tan contento.

Antes de comer intentamos darnos un chapuzón, pero no hubo manera. El problema de las playas era que en general estaban formadas por cantos rodados, cubiertos de verdín en la franja donde rompían las olas. Preciosas, rodeadas de rocas y con un agua absolutamente transparente, pero de muy difícil entrada y salida, por lo resbaladizo de las piedras. Y las pocas playas de arena estaban muy batidas por el mar.

Mientras buscábamos una playa accesible, íbamos pasando junto a viviendas fortificadas, que cuando se agrupaban en una aldea la hacían parecer una auténtica fortaleza. Uno de los mejores ejemplos lo encontramos en Vathia, construida en lo alto de una colina vigilando una cala cercana. La mayoría de las casas estaban deshabitadas y en distinto estado de abandono, pero penetrar en el conjunto significaba un retroceso a la época medieval, cuando los atacantes podían llegar en cualquier momento y de cualquier dirección. Piratas otomanos o amalfitanos por mar, miembros de un clan rival por tierra…

En la parte alta del pueblo un emprendedor había montado un restaurante, Fagopoteiou, desde cuya terraza se dominaban muchos kilómetros de costa. Lo que iba a ser una breve parada para tomar un aperitivo se convirtió en una comida en toda regla: pernil de cerdo ahumado al horno, puré de alubias, ensalada griega…

En una mesa cercana un griego hablaba incesantemente por el móvil. Con las palabras aisladas que entendíamos (mujeres, problemas, Jack Daniel’s) intentábamos inventarnos una historia, pero él mismo nos dio la solución cuando pronunció claramente la palabra clave: Berlusconi. A partir de ahí nuestra imaginación se desbordó.

Menos mal que en el siguiente pueblo, Mármari, muy cerca del extremo sur de la península, encontramos por fin la playa perfecta: con arena, sombrillas, tumbonas y chiringuito, y protegida del viento por un acantilado. Allí dormimos la siesta y nos pegamos un buen baño.

Siguiendo hacia el sur por un territorio cada vez más montañoso y desolado llegamos al fin del mundo, o por lo menos del mundo clásico. El cabo Ténaro, también conocido como Matapán, es el punto más meridional de la Grecia continental. Y se nota. Allí, junto a una calita protegida de las olas por el mismo cabo, encontramos los restos de un templo dedicado a Poseidón, responsable del mar, de los terremotos y de las tormentas. Cuando estaba contento creaba nuevas islas, calmaba las tormentas y protegía a los navegantes, que ahogaban caballos para tenerlo de su parte. Pero cuando se enfadaba sacudía la tierra y causaba terremotos, o agitaba el mar para provocar tormentas. Y bajo el templo dice la leyenda que había una cueva que conducía hasta el mismo inframundo, la morada de los muertos.

En esta misma cala fue donde el capitán Nemo le entregó cientos de lingotes de oro a Nicolás, un enigmático buceador griego. Aquella fortuna ¿estaba destinada a financiar la lucha de los griegos por la independencia? Nunca lo sabremos; Nemo no lo aclara y Julio Verne tampoco.

Volvimos a Areopoli por la costa oriental de la península, mucho más escarpada y desolada si cabe que la occidental. Ensenadas escondidas, donde me imaginaba las naves aqueas, espartanas o atenienses fondeando para pasar la noche o esperando a que escampara una tormenta, y carreteras tan escarpadas como la que desde Porto Kagio asciende hasta Korogoniánika, que recorrimos muy despacio, con miedo de mirar hacia el mar que se veía cientos de metros más abajo, casi en vertical.

En Kokkala nos encontramos un mercante recién embarrancado. El Saint Gregory, un granelero que transportaba treinta mil toneladas de azufre desde Odesa hasta Túnez, había tenido problemas técnicos y se había estrellado contra la costa. La proa estaba literalmente subida a la playa, mientras que la popa, semi sumergida, quedaba varios metros más baja. Una barrera anti contaminación rodeaba al buque, en el que se afanaban los tripulantes y otros técnicos, supongo que intentando taponar la vía de agua para reflotar el barco.

Llegamos a Areopolis a la puesta del sol, agotados, pero con las pupilas llenas de torres y de playas, de acantilados y de capillas.

Al día siguiente saldríamos para el antiguo reino de Mesenia, pero esa es otra historia.

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