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Yolanda vallejo

Fotografía: José Montero

Contra el abaratamiento y la ligereza con la que empleamos las palabras, no hay mejor antídoto que consultar el diccionario, ese libro que, en teoría sirve para algo más que para darle patadas –virtuales e incluso reales-, aunque en los “tiempos convulsos” en los que vivimos, no lo parezca. Hablamos mucho y pensamos poco; sobre todo, pensamos poco lo que hablamos, y así nos va. Se pierde más tiempo en explicar lo que quisimos decir o, directamente, en desdecir lo que dijimos que en valorar y reflexionar lo que vamos a decir. A eso, al juicio, a la valoración, a la reflexión sobre algo o sobre alguien es a lo que se llama opinión.

Y sí, opinión tenemos todos. Mucho más por estas latitudes, donde la boca se nos llena reclamando la paternidad de eso que conocemos como opinión pública. La opinión es un derecho –que va mucho más allá de la libertad de expresar lo que uno quiera- que no siempre nos ha amparado, o que no siempre nos han dejado ejercer. Porque negar el derecho a expresarse, a opinar, es tanto como negar la libertad a las personas. Píenselo. Hay sentencias tan perversas como aquella de “uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios” con la que nos vendían que mucho mejor estábamos calladitos.

Siempre he pensado que uno es tan dueño de sus palabras como lo es de sus obras y también de sus silencios. Tan dueño y tan responsable, porque inherente al derecho de opinión está la responsabilidad de lo que se opina y la capacidad de asumir que no siempre la opinión que uno tenga, es la más acertada para el bien común, para esa opinión pública que se va formando con el juicio o con las valoraciones que hacemos a partir de las opiniones contrastadas con las de los demás.

Por eso son necesarios, y ahora más nunca, espacios para la opinión. Espacios para el debate, para las dudas, para la formación. Espacios que vayan mucho más allá de la línea peligrosamente editorial que suelen marcar los medios de comunicación. Y por eso, ahora más que nunca, son necesarios puentes como este. Puentes que crucen el abismo de la manipulación, del integrismo, de la voz a ti debida, del pensamiento casi único.

Puentes que sirvan de unión y, a la vez, de transformación de los lugares comunes por los que ya nos habían acostumbrado a caminar. Puentes como este Tercer Puente, tan necesario en una ciudad, como la nuestra, donde apenas hay sitios por donde salir corriendo. Puentes donde se dan cita opiniones diversas, contrarias incluso, pero que definen perfectamente el concepto de la opinión pública. Porque, como ya le dije, la opinión pública es la que se forma después de haber oído todas las voces, después de haber leído todas las palabras y después de haber comprendido que el silencio no es más que eso, silencio.

Toca felicitar a El Tercer Puente, y felicitarnos a los que, de una manera u otra, transitamos por él. No es fácil llegar a la treintena de números en una publicación en la que solo se ejercita la libertad de opinión, y en la que tienen cabida sensibilidades e intenciones muy distintas. Pero si hemos llegado hasta aquí… será por algo. Y tú ¿qué opinas?

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