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Pastor
Fotografía: Jesús Massó

No parece que esté suficientemente estudiado el fenómeno en virtud del cual un determinado derecho, conseguido indefectiblemente mediante arduas luchas contra los poderes establecidos, termina constituyendo, ese mismo derecho, un obstáculo para la consolidación y mejora de la democracia. El Poder encuentra siempre la manera de revertir a su favor cualquier concesión que, en principio, parecería iba a modular su potencial dominador, pero que, finalmente, esa misma concesión, termina siendo un elemento más que favorece su capacidad real de dominio.

Es lo que está ocurriendo con un derecho fundamental que creíamos felizmente incorporado ya para siempre al activo de las democracias actuales: el derecho al sufragio. El procedimiento concreto mediante el cual se ha venido ejerciendo, actualizando, haciéndose efectivo, este derecho fundamental son las elecciones tal como hoy las concebimos y practicamos, ya sean estas locales, autonómicas, generales, europeas… Dicho esto, puede que quien esté leyendo estas líneas se pregunte: ¿En qué medida, en qué sentido, y cómo, el derecho al sufragio puede obstaculizar el perfeccionamiento democrático? ¿No habíamos dicho que votar es siempre un acto que define y prestigia a la democracia?  Veamos…

De entrada, y aunque parece que la sociedad no lo echa en falta, existe una clamorosa ausencia de debate en profundidad acerca de un elemento tan fundamental y definitorio de cualquier democracia, como son las elecciones. Y no me refiero ahora, claro, a ciertos aspectos restringidos y más concretos de los procesos electorales, como por ejemplo el problema de las circunscripciones, que genera desigualdad real entre el electorado, y que también afecta a la relación votos obtenidos/reparto de escaños… El caso es que tenemos en puertas una cascada de elecciones y ese debate no parece oportuno plantearlo ahora. Pero su ausencia se dejará sentir y al final del proceso cabe prever como resultado más significativo un cuerpo electoral maltrecho y una democracia liberal inmutable —como mal menor— y en consecuencia ajena a tantos y tantos asuntos de fondo que previsiblemente seguirán sin resolver ni atender, o mal resueltos. Todo ello ante el temor de quienes vemos encogerse día a día las posibilidades de una democracia sin los agujeros y trucos de esta que dicen ser una democracia asentada y garantista…

Puede ser que estemos pidiendo a la democracia liberal realmente existente lo que no puede ni pretende dar, porque está diseñada para lo que está diseñada. A menudo olvidamos el origen y el carácter aristocrático de la democracia liberal, que ha determinado la sensibilidad, la intencionalidad y la orientación de tal sistema a través del tiempo. No vendría mal recordar que la generalización del derecho al sufragio, pese a tener tras de sí una larga y dura lucha reivindicativa, solo fue reconocido y tolerado por los poderes liberales de entonces tras haber sometido a la política a unos convenientes niveles de desactivación, en orden a asegurarse de que el acceso de las mayorías al sufragio no llevaba aparejada la renuncia a los privilegios fundamentales de los que venían gozando las élites beneficiadas por el sistema. ¿Quién pondría en duda el hecho preocupante de que en torno a las democracias liberales realmente existentes en el mundo están originándose hoy más conflictos que soluciones, especialmente para las capas más desprotegidas de la sociedad?

Por ello, no podemos ignorar ni infravalorar la existencia de factores que desvirtúan el valor democrático que tiene ejercitar el voto. Uno de los más tristes y preocupante de estos factores es, qué duda cabe, el moldeamiento deliberado de las conciencias, la perturbación intencionada de la capacidad para discernir con claridad los distintos factores que entran en juego a la hora de ejercer la soberanía popular, la creación de condiciones que hacen cada vez más difícil “leer” la realidad social, política, económica… Porque una cosa es que la realidad sea de suyo compleja, y otra muy distinta es que se la haga complicada, confusa…, en suma: ininteligible.

¿Somos conscientes, por poner un ejemplo harto evidente, del efecto que tiene en las elecciones ese ambiente de miedo generalizado y difuso que con evidente irresponsabilidad se propala machacona y de manera burda desde los poderes interesados en anular cualquier intento de cambiar el orden establecido? ¿Estamos en disposición de conocer los intríngulis extrapolíticos que se ciernen como nubarrones negros sobre un hecho aparentemente libre como es el ejercicio del voto? ¿Qué papel está teniendo en relación a la democracia y al ejercicio efectivo de la soberanía popular todo el entramado delictivo que se canaliza vía algoritmos, inteligencia artificial y redes sociales?  ¿Cuánto hay de verdad en esa sospecha que se agranda día a día entre la ciudadanía, de que nuestros destinos están cada vez más mediatizados por poderes ajenos a la democracia y que, por tanto, el ritual electoral es poco menos que un entretenido juego para que nos creamos dueños de nuestros destinos?  La envergadura y la dureza de estas cuestiones son los motivos por los que, probablemente, se nos invite a participar en las elecciones como una “fiesta de la democracia”, en la que supuestamente se disfruta hasta morir.

Con todo, el fenómeno más aterrador, que a las esferas de los distintos poderes no parece preocupar demasiado (¡¡hace subir las bolsas!!), es la proliferación de dirigentes autoritarios —cuando no abiertamente fascistas— como resultado “normal” de elecciones supuestamente democráticas y libres… No es un fenómeno nuevo en la historia reciente de las democracias liberales, de ahí la preocupación extrema que debería generarse en los aledaños del Poder.

Y para finalizar, un conjuro contra el pensamiento binario: cuestionar la democracia (esta democracia), y arrojar dudas sobre la bondad de las elecciones (estas elecciones), no significa que tengamos que dar la espalda ni a esta democracia ni a estas elecciones; de lo que se trata es de aprovechar todos los márgenes disponibles para propiciar otras elecciones y otra democracia. Es lo que hacen “los malos”, pero con intenciones bien distintas a las nuestras, lector, lectora, porque el fascismo no es en absoluto democrático…, aunque se nos quiera convencer de lo contrario.

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