Ilustración: pedripol
“Ya es hora de que América vuelva otra vez a ganar guerras”, ha dicho el Emperador Trump. Y ha pronunciado la palabra “guerra” con una indisimulada satisfacción.
Tal vez pensará que eso de la guerra es una cosa abstracta donde no hay mutilaciones, ni muertos, ni destrucción, ni miseria, ni horror, ni nada. Lo que sí sabe -porque él es rico- es que la guerra es un conflicto entre ricos en el que mueren pobres que no se conocen entre sí.
Aquí hay muchos pobres, pobres que tenemos ahí enfrente la Base de Rota, escudo nuclear dicen, que nos pone en la diana del objetivo militar. ¿Quedaría algo de nosotros cuando ocurra la guerra por la que suspira Trump? Es fácil imaginarlo. Fácil y terrible…
Tan terrible como esta época en la que el populismo avanza sin obstáculos. Las ideas simples, reduccionistas, la lógica binaria del blanco o negro, del me gusta o no me gusta, de los países buenos o los países malos, crecen a la sombra de una sociedad que rechaza la complejidad. Así, este populismo simplificador quizá haya permitido que Trump esté en la Casa Blanca. Y el nuevo emperador, a su vez, contribuye con los antivalores de esa lógica en términos de buenos y malos: xenofobia, homofobia, belicismo lunático… “La tortura trae resultados”, ha llegado a declarar.
En los años 30, mi admiradísimo Stefan Zweig, adalid de la igualdad, de la solidaridad y de la cultura que une -en suma, del humanismo- ya alertaba de una situación parecida a la de hoy. Denunciaba el nacimiento del mal, la génesis de los grandes fascismos que degeneró en el más grande horror de toda la historia del hombre: la Segunda Guerra Mundial.
Zweig conoció la Primera, un pálido reflejo -en cuanto a horror y crueldad- de lo que estaba por llegar. En su esclarecedor “El mundo de ayer” alertaba de que no se tomase en serio a los entonces emergentes fascismos, y que la insignificancia y la demagogia de aquel tipejo de flequillo y bigote ridículos pudiesen entrañar riesgo para la democracia. Y ahí precisamente radicaba el peligro: su disparatada banalidad era lo que permitía la incubación del mal. Zweig acertó de pleno.
Por mi parte, hoy recuerdo que nadie daba un dólar por Trump cuando se presentó a la nominación republicana. Ganó a los sorprendidos y humillados líderes del partido. Después, de camino a la presidencia, todos menospreciaron a aquel tipo estrafalario, de discurso tosco y gestualidad mussoliniana. Ahora es presidente, tiene a su pies a los líderes republicanos, sube el gasto militar y suspira por una guerra.
Aquella extrema derecha que aterrorizó a Zweig, hoy se llama Trump. Y como entonces, esta ultraderecha 3.0 también es el veneno que segrega el capitalismo para hacer frente a sus enemigos. Hitler hizo creer a los alemanes que los culpables de su ruina y su derrota no eran ellos, sino otros: judíos, comunistas, homosexuales… Como ahora Trump, señalando enemigos del pueblo americano aquí y allá.
No conviene subestimarlo. No. Y menos aquí con la Base de Rota ahí enfrente.