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Antonio luna i

Fotografía: Antonio Luna

La glorieta Lebón, al inicio de la avenida Juan Carlos I de Cádiz, está presidida por una fuente construida, literalmente, con cuatro trozos de tubo de fibrocemento, probables restos de la obra de construcción de la avenida. Su indiscutiblemente escaso valor estético, impropio de una ciudad que se autoproclama trimilenaria —pese a que su ubicación sea extramuros—, parece, sin embargo, querer decirnos algo.

No es un caso único. No son pocas las carreteras peninsulares que han sido decoradas tras su construcción o arreglo con algún material o maquinaria sobrante de la obra, colocado en su margen sobre un pedestal a modo de monumento: una apisonadora vieja, un hito kilométrico, una hormigonera…

Estos improvisados monumentos responden a una cierta consideración artística de la obra de ingeniería por parte de sus creadores. A pesar del obvio sentido utilitarista que aquella pueda proyectar en el público, el ingeniero civil tiende con frecuencia a considerar a su obra como una obra de arte. Solo hay que ver los anuarios de las grandes empresas constructoras, dominados por el elemento visual, con fotos aéreas a toda página, concebidos como catálogos de una exposición. Una consideración que difícilmente el público llega a percibir. Quizás solo la gran obra, la obra majestuosa que excede los límites de lo convencional por sus dimensiones o espectacularidad, genera en el público una sensación de asombro confundible con la que se tiene ante la contemplación de una obra de arte. No es, en cualquier caso, equivalente, pues la sensación ante la primera se basa en la propiedad física, en el tamaño generalmente, y la sensación ante la segunda se basa en la propiedad estética.

La obra de ingeniería es, sin embargo, una obra de arte para el ingeniero que la ha concebido. Y para declararlo, dada la imposibilidad de obviar la ingeniería y el objeto del proyecto y crear con libertad, la remata con un elemento representativo que al menos él considera bello y que eleva a la categoría de monumento.

Pero más allá de este sentido obvio o intencional que su autor ha podido querer expresar, la fuente de tubos de fibrocemento apunta a un concepto, a un significado mítico. La obra a la que pertenecen los tubos, el soterramiento de la vía de tren que atravesaba Cádiz y la construcción de una avenida sobre ella, fue ampliamente utilizada por la burguesía gaditana en el poder en aquel momento como uno de los estandartes de su gestión, publicitada hasta la saciedad e interpretada por el pensamiento oficial gaditano como una de las grandes infraestructuras realizadas en la ciudad en las últimas décadas, posibilitadora de un cambio radical de su fisionomía, urbanismo y dinámica aunque, como ya vimos, no lo consiguió ni de lejos. Es ahí precisamente donde aparece el significado mítico de la obra: con ella se nos está diciendo que es la gran obra de infraestructura la que posibilita el progreso y el desarrollo de una sociedad. Es el mito de las infraestructuras, tan instalado en la España de las dos últimas décadas, el que aflora y el que utiliza en este caso el pensamiento burgués para autorrealizarse y naturalizarse.

Entonces, ¿por qué concluir tamaña obra, a la que sus promotores dan tanta relevancia, con una fuente tan pobre, tan irrelevante? Es posible que la inexistencia de una fuente majestuosa o un monumento singular no responda más que a una razón presupuestaria, pero la fuente fabricada con fragmentos sobrantes de la obra comparte y amplifica el mito que ella representa mejor de lo que lo hubiera hecho cualquiera de aquellos.

En primer lugar, la fuente de tubos de fibrocemento, a pesar de su pobre aspecto, no deja de ser un signo de la monumentalidad de la infraestructura que remata: cuán importante es dicha infraestructura si apenas unos fragmentos de material de obra, cuyo probable destino en cualquier otro caso hubiese sido el vertedero, han sido convertidos en un monumento, colocados como si de unos restos arqueológicos se tratase, como columnas romanas de hace veinte siglos. O, más allá, son ofrecidos como fetiche, cual objeto de acotado valor en sí mismo pero tocado —y quizás también desechado— por un mito del cine o la música del siglo XX. Análogamente, aquí encontramos también un mito que convirtió el tubo de fibrocemento en fetiche.

Antonio luna ii

Por otro lado, en contraste con la posición dominante en la glorieta de la fuente de tubos de fibrocemento, un busto de Juan Carlos I, que da nombre a la avenida, ocupa una situación marginal en la plaza. Hace apenas unas décadas hubiera sido impensable que un jefe de Estado cediera el protagonismo de un espacio público a cualquier otro personaje, idea o concepto. Solo hay que ver, sin salir de Cádiz, las dimensiones y el lugar que ocupan las estatuas de Moret, Castelar o Bolívar y no hablemos ya del monumento a la Constitución de 1812. Así, este caso de la glorieta Lebón, fortuito o no, significa una abdicación, una cesión del trono y por tanto del poder. El pequeño busto de Juan Carlos I, arrinconado en un extremo de la plaza, mira con resignación hacia la ridícula y protagonista fuente de tubos de fibrocemento a la que ha cedido el sitio. ¿Quién duda de que las grandes empresas constructoras de este país son hoy mucho más poderosas que el Rey? ¿Quién duda de quién sostiene a quién? ¿Quién duda de que el Estado está sometido a los intereses de las grandes constructoras? Ahí se evidencia el carácter plenamente histórico de esta representación, por más que la mitificación de la obra trate de eternizarla.

Por último, en este repaso a la contribución de la fuente de tubos de fibrocemento a la mitificación de la obra del soterramiento, está el papel desempeñado por el ingeniero que la llevó a cabo. Es el papel del pequeñoburgués que cree de verdad en el mito, que cree que su obra es ciertamente imprescindible para el progreso y el desarrollo humano. Con ello muestra la impotencia que caracteriza al universo pequeñoburgués para imaginar otra alternativa.

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Ilustración: pedripolAntonio luna

Los reyes magos son las madres y los padres. Creo que siempre lo supe, desde que tengo recuerdo. En contra de lo que tiende a pensarse, eso no supone ninguna desventaja para un niño —no se pierde la ilusión ni nada parecido— sino todo lo contrario. Estoy convencido de que engañar a los niños con explicaciones fantasiosas e inverosímiles de la realidad, ya sea la existencia de reyes magos que traen regalos fabricados por multinacionales y que anuncian en la tele, de dioses creadores de la Humanidad con pinta de abuelo o de seres extraterrestres que hablan como los indios del Oeste, no contribuye a desarrollar ciudadanos conscientes y críticos sino todo lo contrario. Contribuye a crear ciudadanos adormecidos y crédulos, que creen que las cosas llueven del cielo, que basta merecerlas para tenerlas y si no les toca es porque no se lo merecen. O, peor aún, que todo lo que tienen o consiguen algunos es porque se lo merecen.

Saber que los reyes magos son las madres y los padres ayuda en cambio a ser comedido en las peticiones, a ser consciente de las limitaciones, a ser menos egoista y a creer que lo recibido debe ser justo para todos. Pero también sirve para saber que hay reyes magos —o sea, madres y padres— con mucho poderío y otros, la mayoría, que no tienen tanto. Algunos, incluso, tienen muy poco. Y que, por tanto, eso de los reyes magos es un sistema muy poco equitativo de repartir felicidad a niños y niñas o a seres humanos en general. Si es que la felicidad puede asimilarse, al menos por un día, a unos cuantos cachivaches más o menos inútiles.

Saber que los reyes magos son las madres y los padres ayuda a comprender que cada cosa hay que pedirla a la persona adecuada. Porque hay cosas que no están en manos de las madres y los padres—en realidad, casi nada—. Y también que en ocasiones, si se parten de las mismas condiciones, las cosas las consigue quien más las reclama, quien más las pelea, sea o no quien más las merece. Y eso me lleva a pensar que quizás Cádiz no reclama suficientemente lo que tiene que reclamar y a los que debería, y que se queda más bien en pedir cosas a los reyes magos para ver si le cae algo, pues muchas veces le ha funcionado.

Así es que, por más que me pidan que escriba una carta a los reyes magos, lo que me sale es una reclamación a los reyes vagos, que no son otros que aquellos que ostentan poder y no han hecho todo lo que deberían, y probablemente no lo harán a menos que se les achuche lo suficiente. Reyes vagos hay muchos, pero habitan lugares concretos y conocidos, cercanos o más lejanos, ya sea San Juan de Dios, la Plaza de España o Asdrúbal, el Palacio de San Telmo o el Paseo de la Castellana. La prensa suele encargarse estos días de recordar lo que cada uno de ellos ha dejado por hacer el año que ha pasado y los retos a afrontar en este nuevo. Las listas suelen ser interminables, llenas de proyectos inconclusos, promesas con las que se presentaron a la elección de rey o reina o aspiraciones históricas de la ciudad. A cada uno lo suyo. ¡Hay tanto que reclamar!

Pero por aquello de ser comedido y consciente de las limitaciones, reclamaré solo una, el proyecto de red de vías ciclista para la ciudad de Cádiz, llamado comúnmente el carril bici. Un proyecto estrella en el que se focalizan las expectativas no solo de cambio de modelo de movilidad sino también de transformación de importantes ámbitos de la ciudad, como el Paseo Marítimo. Pero que, a pesar de la trascendencia que todos le conceden, no parece llegar nunca.

En noviembre de 2014, la firma de un acuerdo marco entre la Consejería de Fomento y Vivienda y el Ayuntamiento de Cádiz, que definía el trazado y las condiciones generales de la red ciclista a ejecutar, parecía poner fin a dos años de desencuentros entre ambas administraciones. El Ayuntamiento, gobernado entonces por Teófila Martínez, reina maga del autobombo político, llevó a cabo una intensa operación de marketing, con web específica y anuncios en prensa y televisión, que podía hacer creer a cualquiera que no conociera Cádiz que la red ciclista estaba ya ejecutada.

Nada más cerca de la irrealidad. Semejante despliegue no escondía ninguna voluntad de que el proyecto se ejecutara con prontitud ni siguiendo los criterios del Plan Andaluz de la Bicicleta, definidos por la Consejería entonces ocupada por IU con base en la experiencia que este mismo grupo había aplicado en Sevilla unos años antes.

Las discrepancias entre ambas administraciones surgieron de inmediato. La diferente interpretación de lo firmado por una y otra ponía de manifiesto una importante distancia en la forma de concebir el papel que juega y, sobre todo, que se pretendía que jugara en el futuro la bicicleta en la ciudad de Cádiz. Y es que mientras el Plan Andaluz propone como objetivo que en el año 2020 el 15% de la movilidad mecanizada sea en bicicleta, el Ayuntamiento de Cádiz no pasaba en aquellos momentos de concebir la bici como un elemento marginal y recreativo dentro del sistema de movilidad urbano. El Plan de Movilidad Urbana Sostenible de Cádiz, elaborado en 2011, era el claro ejemplo de ello, al postergar directamente para la próxima generación, dentro de 20 años, conseguir una participación significativa de la bicicleta en la movilidad urbana (menos de un 10% de los desplazamientos mecanizados).

La salida de IU del Gobierno Andaluz a principios de 2015 dejó un panorama incierto, tras lo cual el único hito fue crear una subcomisión de la comisión de seguimiento del acuerdo para buscar solución a los llamados “puntos conflictivos” del proyecto. Tras las elecciones municipales de mayo de 2015, el cambio político en el Ayuntamiento de Cádiz, con la Delegación de Urbanismo y Movilidad gestionada ahora por Ganar Cádiz en Común, supuso una reactivación del proyecto. Este se revisó con la participación de la Plataforma Carril Bici, modificando algunos trazados para evitar la ocupación indiscriminada de zonas peatonales que suponía la anterior versión y mejorar la conectividad y la seguridad de las vías ciclistas. Mientras tanto, la Consejería de Fomento contribuía al proyecto y al proceso de participación con una de cal y otra de arena. Finalmente, los cambios fueron consensuados por ambas administraciones en marzo del pasado año en lo que parecía un bonito final para este accidentado itinerario. Sin embargo, a pesar de que la Junta haya asegurado, en respuesta a las bicifestaciones de la Asamblea Ciclista Bahía de Cádiz, y haya reiterado que el proyecto se licitaría y comenzaría a ejecutarse en 2016, 2016 acabó y nada de ello acurrió.

La última respuesta en prensa, hace apenas unos días, de Fernando López Gil, Delegado de la Junta en Cádiz y rey mago de las declaraciones desconcertantes y sorpresivas, no parece aclarar mucho el panorama. Igual que aseguró que el proyecto se licitaría en 2016, asegura ahora que se licitará en 2017. Lo desconcertante en este caso es que plantee que en algunos tramos haya que “resolver algunas cosas” antes de su licitación, “como las plazas de aparcamiento que se pierden o el tema de la integración del puerto en la ciudad”. Es desconcertante porque el que se eliminen plazas de aparcamiento podrá ser un problema o no —también puede ser un objetivo de la política de movilidad sostenible—, pero en cualquier caso atañe exclusivamente al Ayuntamiento (art.7 Ley de Tráfico). Y es desconcertante porque el trazado de la red ciclista por el Muelle Ciudad era algo aparentemente resuelto e independiente de la integración puerto ciudad, un proyecto a largo plazo que tan solo ha empezado a esbozarse.

Así es que mi reclamación a los reyes vagos para este año es muy sencilla, y creo que justa y merecida: que se licite y acometa el proyecto de red ciclista para Cádiz. Les aseguro que saber quienes son los reyes en este caso no me quitará la ilusión de verlo concluido.

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Antonio luna del barco.

Fotografía: Jesús Massó

Las plazas adquirieron quizás mejor recuperaron un carácter icónico hace unos años, como plasmación sobre el espacio público, sobre el tejido urbano, de la democracia en su estado más puro. Una función que a lo largo de la historia del urbanismo mediterráneo se asignó principalmente a la ágora griega, el foro romano o la plaza mayor castellana, como centros del comercio, la cultura y la política de la ciudad de cada época, pero que la privatización de dichos ámbitos puso en desuso. Luego llegó el turismo para remozarlas en el mejor de los casosy darles una nueva función más de postín y de postal. Quizás por ello, las concentraciones y acampadas de mayo de 2011 se desarrollaron en plazas con menos pompa y, lo que es más importante, se extendieron también a plazas de barrio, poniendo de manifiesto el estrecho paralelismo entre espacio público y democracia. Si caminar es la forma más democrática de moverse, estar en el espacio público, habitarlo no más que con el propio cuerpo, es la forma más democrática de ser ciudadano. Pero todo aquello no hubiera sido posible si las plazas que han protagonizado la expresión de la indignación ciudadana en el último lustro no hubieran sido espacios públicos ocupables y mínimamente acogedores. No imaginaríamos el 15M desarrollándose en una rotonda intersección de grandes avenidas ni en el aparcamiento de un gran centro comercial.

Las plazas son o deberían ser espacios de reunión y convivencia por antonomasia, la sala de estar en la que se concentra y desarrolla la vida social de la ciudad pública en oposición a la ciudad doméstica,  la creada para ser vivida, la mediterránea, la propia de nuestra tradición cultural, la ciudad a secas. Pero lo son más aún en una ciudad con la densa trama urbana de Cádiz, donde las plazas, junto al borde costero, son además un desahogo imprescindible para la apretada vida urbana. Ya se sabe que algunas fueron auténticas conquistas públicas de espacios privados, como Mina o Candelaria, huertas de conventos ganadas para el disfrute y esparcimiento ciudadano. Solo hay que observar la diversidad y alternancia en el uso del espacio a lo largo del día en cualquiera de las plazas más concurridas para darnos cuenta de la importante función social que cumplen las plazas en Cádiz. Y para deducir también la carencia que supone la inexistencia de plazas, o de plazas con un diseño de calidad pensadas para la estancia y el intercambio humanos en otras zonas o barrios de la ciudad.

La estancia es así la función más característica de las plazas desde un punto de vista urbanístico y social. Son espacios para estar más que para transitar. Una función que pueden desempeñar otros espacios peatonales, como paseos y jardines, y que en la Cádiz antigua ha ejercido también tradicionalmente gran parte de su borde marítimo, especialmente los paseos de la Alameda y Carlos III o el Parque Genovés.

Sin embargo, el paulatino incremento de la motorización fue relegando muchos de estos espacios esenciales de la ciudad a meras bolsas de aparcamiento, convirtiéndose en espacios degradados a los que la vida urbana fue dando la espalda. La activista y crítica del urbanismo Jane Jacobs incluía los aparcamientos en la corta lista de usos junto a otros como los vertederos o las gasolineras que actúan como agentes de desolación en la ciudad. Una categoría de usos que consideraba destructiva, ya que “exigen superficies inmensas y una tolerancia estética no menos grande”. Una ciudad que ha destinado espacios tan emblemáticos como la Plaza de España o en otro tiempo la Plaza de la Catedral a meros depósitos de coches no parece, desde esa perspectiva, tener mucho aprecio por sí misma ni por sus ciudadanos. Y si esto ocurre en espacios emblemáticos, qué no va a ocurrir en espacios intersticiales de barriadas residenciales que ni siquiera se conciben como plazas.

Pero el aparcamiento en superficie no es la única forma en que el automóvil transforma una plaza en desolación. También lo hace horadando y ocupando su subsuelo. Los aparcamientos subterráneos, con la falsa excusa de no ocupar las calles algo que en la realidad se ha demostrado inviable, pues la motorización devora insaciablemente suelo y subsuelo, han dado lugar a una tipología propia de plaza en la que el diseño del espacio público en la superficie está supeditado a garantizar la impermeabilización de lo construido bajo ella. Semejante inversión en proteger al automóvil de la intemperie no puede consentir una gotera. El resultado es un espacio asolado, en el sentido más literal del término, duro, inhóspito, no acogedor, que produce desazón, que invita a no estar, a no quedarse. Un continuo de hormigón que aleja todo rastro de vida. Y que además condiciona a un permanente, no revocable, acceso motorizado a la plaza, impidiendo no solo la peatonalización de esta sino también de las calles que le dan acceso. Los ejemplos son innumerables a lo largo de toda la ciudad de Cádiz, desde el Paseo de Santa Bárbara, que muestra un abrupto contraste con el Parque Genovés y el Paseo de Carlos III, a la Plaza de Jerez o la Glorieta Zona Franca, por citar solo los extremos del queso de Gruyère en que ha quedado convertida la ciudad tras varias décadas de afección por la carcoma. Probablemente, el diseño de estas plazas podría haberse hecho mejor a pesar de albergar un aparcamiento subterráneo bajo ellas, pero el hormigón continuo se ha convertido en un modelo estético que se ha extendido incluso a plazas que carecen de aparcamiento subterráneo, siguiendo el trivial principio que relaciona la ausencia de vida con la higiene y, sobre todo, con el mantenimiento cero. Lo que no se usa no se ensucia.

Aunque algunas plazas han sido recuperadas —muchos ponen de ejemplo la plaza de la Catedral de hace unas décadas, repleta de coches aparcados, o el tráfico en San Juan de Dios de hace apenas unos años—, quedan otras por liberar y la presión del automóvil se siente en todas, incluso en las que han sido repeatonalizadas, hasta el punto de que en ciertos casos acaba matando la vida en ellas. El ejemplo más claro y, por desgracia, común es el de las plazas convertidas en islas sitiadas por el automóvil, rodeadas de tráfico y aparcamiento, sin continuidad con las fachadas que limitan el espacio. Este diseño ahoga la vida de las plazas pues son sus bordes los que por lo general concentran la actividad y la interacción humanas. Obsérvense las pocas que sí presentan total o parcialmente esa continuidad con las fachadas y descubriremos una reforma imprescindible en las que no la presentan.

No todos los factores que agreden la vida de las plazas tienen que ver con la presión del tráfico. Muchos se deben a un diseño pobre o fallido. Pero las agresiones de la motorización se producen y condicionan la vida de las plazas tengan estas un buen o mal diseño. En las plazas de Cádiz encontramos aparcamientos de coches y motos, que generan tráfico de agitación, inducido por la búsqueda de aparcamiento, que solo provoca molestias, contaminación y ruido; zonas de carga y descarga incomprensiblemente situadas en plazas de elevado valor patrimonial, y que la mayor parte del tiempo están ocupadas por vehículos que no están haciendo carga y descarga; camiones y furgonetas, en cambio, haciendo carga y descarga fuera de las zonas habilitadas, aprovechando la estratégica ubicación de algunas plazas para hacer el reparto intempestivo; esporádicas pero contundentes motoradas, que parecen tener obsesión por ocupar plazas peatonales y capacidad de persuasión para que se lo autoricen… La agresión a las plazas, a la vida social que se desarrolla en ellas, es constante y persistente. En un contexto general de ciudad sometida al automóvil, en el que las calles están destinadas casi exclusivamente al tráfico motorizado, las plazas han pasado a serlo en el sentido militar del término, lugares fortificados —aunque sea débilmente— en los que la gente se puede defender del enemigo, en este caso, el tráfico motorizado. Son los reductos del peatón gaditano.

La celebración el pasado 22 de septiembre del Día Sin Coche cerrando al tráfico la Plaza de España abrió los ojos a muchos sobre lo que es y lo que podría ser ese espacio. Muchos, haciendo arqueología mental, descubrieron que hay una plaza enterrada bajo un aparcamiento de coches. Y que ese espacio es de gran valor. Muchos cayeron en la cuenta de que si la Plaza de España es un espacio infrautilizado, a pesar de su ubicación, su valor estético y su calidad como espacio público, es justamente porque está castigado a hacer de aparcamiento de coches. Pero, quizás, lo más interesante de ese día fue el consenso que despertó la liberación de la plaza de tráfico y aparcamiento, y la petición de que la iniciativa no se quedara en flor de un día, sino que se repitiera hasta la definitiva peatonalización del espacio. Esto demuestra una vez más que recuperar espacio público para los ciudadanos es una de las actuaciones socialmente más rentables que puede llevar a cabo un gobierno municipal.

Las plazas son un elemento clave en la recuperación del espacio público. Por su importancia como espacios de convivencia y para el ejercicio democrático de ser ciudadanos. Pero también porque suelen ser nodos de la red viaria y su peatonalización puede tener un efecto multiplicador en la reducción de la movilidad motorizada, afectando a todo su ámbito de influencia. Por eso, por ambos motivos, es tan importante defender las que siguen en pie —a pie—, reconquistar las que han caído y, más allá, crearlas donde no las hay, convirtiendo en plazas espacios intersticiales ahora marginales u ocupados por coches. Y es que recuperar las plazas es el punto de partida para recuperar la ciudad para la ciudadanía.

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Antonio luna

Fotografía: Jesús Massó

La EDUSI parece haberse convertido en un mantra recitado colectivamente que invoca a los dioses del Ministerio de Hacienda a que se acuerden de Cádiz. Se espera que sea el catalizador de la gran transformación que necesitarían las barriadas desde La Paz hasta Puntales —Territorio Edusi podríamos llamar a este ámbito— para situarse, al menos, al mismo nivel en indicadores sociales y económicos que el resto del municipio. La elección del ámbito está plenamente justificado, no solo por lo que dicen esos indicadores, sino también por ser la zona más aislada de la dinámica urbana general de la ciudad.

Las vías férreas suelen ser el ejemplo clásico de frontera. Muchas ciudades, especialmente pequeñas ciudades, han tenido una parte de ellas marcada por la existencia de esta barrera física que, con frecuencia, desarrolló también una componente social y cultural. Así pasó en Cádiz durante décadas, existía un Cádiz al otro lado de la vía. La dinámica urbana de la ciudad en su conjunto siguió un curso y las de las barriadas al otro lado de la vía, otro.

El soterramiento de la vía, a principios de la década de 2000, no supuso, como se pretendía, una integración plena de esas barriadas en la dinámica general de la ciudad. En parte porque la frontera del ferrocarril fue sustituida por la frontera de una gran avenida. Los grandes viarios no sirven para unir los territorios que atraviesan, solo los que se sitúan en sus extremos. No son en general, en contra de lo que se suele predicar, un elemento integrador. Al contrario, resultan barreras poco permeables a la vida cotidiana, que es la que finalmente produce la integración. Si al menos, en lugar de crear un eje viario longitudinal sobre el ferrocarril soterrado, se hubieran priorizado las conexiones transversales, estas quizás hubieran permitido coser, a modo de puntos de sutura, el territorio que se consideraba desgajado.

Sin embargo, sería un error pensar que los problemas de la zona derivan exclusivamente o fundamentalmente de la desconexión con el resto de la ciudad o de otros factores externos. Una población de más de 30.000 habitantes es capaz de  desarrollar una dinámica urbana propia como respuesta al aislamiento. Existen en cambio motivos intrínsecos, propios del modelo urbanístico del ámbito.

Este pedazo de Cádiz surgió de golpe y sin planificación, algo característico de las expansiones urbanas de los 60 y 70 en las principales ciudades del país. Pero en este caso surgió de golpe hasta el propio suelo sobre el que se asientan los bloques de viviendas, fruto del relleno de cerca de 50 hectáreas de lámina de agua de la bahía. Aunque suele olvidarse, el borde marítimo discurría, hasta finales de la década de 1950, por las actuales avenida del Perú, calle Medina Sidonia y calle Barbate. Así es que este es un pedazo de ciudad que surgió de la nada en un sentido bastante literal. Antes del relleno, el otro lado de la vía ni siquiera existía.

Pero rellenar y edificar no significan crear ciudad. Construir ciudad es crear diversidad urbana, entendida en un sentido amplio, no solo en su componente social y cultural, sino en general como complejidad del sistema. Diversidad urbana es diversidad de usos y actividades, de relaciones y procesos. Pero además, diversidad es la mezcla de todos esos elementos. Cuanto más uniforme sea la mezcla, mayor complejidad y mayor diversidad. Cuanto más segregación espacial de usos y actividades, dogma propio del urbanismo ortodoxo, menos diversidad urbana. Al igual que en los sistemas naturales, una elevada diversidad permite un buen funcionamiento del sistema urbano, más eficiente y eficaz, y una mayor capacidad de reacción y adaptación a factores externos. Es decir, diversidad implica sostenibilidad y resiliencia.

Por contra, el resultado del proceso urbanizador al otro lado de la vía, desde la barriada de La Paz a la de Puntales, fue un continuo de urbanizaciones de bloques, grandes o pequeños, dedicadas a uso casi exclusivamente residencial, sin ni siquiera existir, en la mayor parte de los casos, locales comerciales en los bajos que hubieran permitido el desarrollo de un comercio de proximidad. Esto, unido a la baja calidad del espacio público, hace que se desarrolle poca vida en la calle. En la actualidad, comercio y oficinas se aglutinan en apenas en un par de ejes viarios, en una zona que, con más de 30.000 habitantes concentrados en 1 km2 de suelo residencial, debería haber desarrollado una alta actividad comercial y de servicios. Esta segregación de la actividad comercial incluso se ha profundizado en la última década y media al situar en uno de sus extremos el mayor centro comercial de la aglomeración urbana y en el otro el mayor hipermercado de la ciudad. No hay nada más destructor de la diversidad urbana que un gran centro comercial.

El resultado final es una amplia zona urbana que, a pesar de la elevada concentración, presenta un claro déficit de diversidad, que finalmente es la que atrae gente y crea riqueza. Se trata en definitiva de un modelo urbanístico fallido: si en 4 o 5 décadas no ha conseguido crear diversidad urbana es que presenta factores limitantes que lo impiden. Jane Jacobs, que cuestionó en profundidad los modelos de expansión urbana desarrollados a partir de los 50 en Norteamérica, decía que “una buena vivienda es un artículo bueno por sí mismo en tanto refugio. Pero cuando intentamos justificar ese buen refugio con el pretencioso fundamento de que es una fuente inagotable de milagros sociales y familiares [a lo que denominaba doctrina de la salvación por el ladrillo], nos engañamos miserablemente a nosotros mismos”.

Cuando aludimos a modelos urbanos sostenibles, solemos tener claro que la compacidad es una característica clave. Tras la ciudad compacta —frente a la ciudad dispersa— está una menor ocupación de suelo, con la consiguiente menor incidencia en el sistema hidrológico, menor fragmentación del territorio o menos afecciones a espacios rurales y naturales, un menor coste ambiental y económico en el suministro de energía, agua y otros recursos, en la dotación de servicios y en el mantenimiento urbano, o también un modelo de movilidad menos dependiente del coche, con menos desplazamientos y más cercanos y de mayor eficacia y eficiencia del transporte público.

Sin embargo, si un ámbito urbano no es diverso, si no acoge al menos cierta multiplicidad de usos y actividades, difícilmente va a poder satisfacer convenientemente las necesidades de su población. Esta tratará de satisfacer sus requerimientos en otros ámbitos urbanos —si se lo puede permitir— o sufrirá carencias, como ocurre en muchos aspectos en el Territorio Edusi. Así, aunque se trate de un ámbito urbano compacto, sus impactos, tales como la ocupación de suelo o el consumo de energía y recursos, se trasladará a otros ámbitos, lo que se traducirá además en una movilidad mayor y más dependiente del transporte motorizado. Es decir, el Territorio Edusi responde a un modelo de ciudad compacta pero no diversa. Y esa falta de diversidad urbana es el principal factor interno que dificulta su desarrollo. Y suplirla debería ser un objetivo prioritario al que apuntara cualquier política de desarrollo del ámbito. Igual que no bastó con construir edificios para crear ciudad, no basta con repararlos o mejorarlos para conseguirlo 40 años después. Es necesario además provocar un significativo incremento de la diversidad urbana. Sin ese, difícilmente habrá riqueza ni desarrollo, ni mejora sostenida a largo plazo de los indicadores que justificaban la intervención. Pero además, generar diversidad es la mejor forma de atraer población, especialmente joven, que busca ámbitos urbanos dinámicos, y frenar el acelerado envejecimiento de la población en la zona —la población mayor de 65 años ha aumentado un 30% entre 2004 y 2014—.

Generar diversidad urbana puede no parecer sencillo, y posiblemente no lo sea, pero debería ser al menos un principio inspirador —el principio inspirador— de los planes de desarrollo e intervención en la zona. Pero, ¿cómo provocar esa inyección de diversidad urbana? En primer lugar —y sin duda esto es lo más importante—, es necesario generar una combinación de usos primarios que complementen el uso residencial, ya sea laboral, comercial, educativo… y que se apoyen mutuamente, evitando todo lo posible la diferenciación de uso, la segregación de actividades y funciones. ¿Por qué no reabrir los colegios públicos cerrados en los últimos años a causa de las políticas de fomento de la enseñanza privada concertada? ¿Por qué no crear pequeños mercados públicos en plazas que ahora presentan un aspecto desolado y sin uso? ¿Por qué no potenciar el uso hostelero y por empresas de servicios de la fachada marítima de la Bahía, en lugar de destinar tan privilegiado espacio a un mero aparcamiento? Hay que llenar las calles de actividad, de actividades diferentes a aparcar o transitar de casa a la parada de bus.

En segundo lugar, es necesario que lo cotidiano contribuya con su diversidad —la propia de los residentes— a la creación de ciudad y para ello debe desarrollarse también en el espacio público, ahora infrautilizado. Es necesario crear espacios públicos de calidad para que se desarrolle vida en ellos y esto propicie las interacciones humanas, contribuyendo a mejorar las relaciones, la confianza, la seguridad y la cohesión social. ¿Por qué no poner en práctica la propuesta establecida en el PGOU para todo Extramuros de establecer zonas de tráfico calmado, restricción de aparcamiento a no residentes y recuperación de espacio público, aplicando, por ejemplo, el modelo de superislas o supermanzanas que se ha desarrollado en Barcelona?

En tercer lugar, se debe procurar que los equipamientos estrella —si se pretenden— se integren en el tejido urbano y aporten su diversidad de usos. Existen multitud de ejemplos de grandes equipamientos cuya actividad es completamente ajena al entorno que les rodea. Solo hay que observar los centros comerciales situados en sus extremos. Es necesario que los equipamientos singulares formen parte del tejido urbano callejero.

En resumen, como proponía Jacobs, “es necesario promover calles interesantes, animadas, caminables, y que estas formen una red continua”. La forma de bota del Territorio Edusi parece una invitación a echar a andar.

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Pariodico grande

Ilustración: The Pilot Dog

Si Cadi-Cadi acaba en Puerta Tierra, Cádiz acaba en Cortadura. Más allá parece no haber nada. Me refiero a nada que la ciudad identifique como suyo. Si acaso, la playa de Cortadura, por la continuidad con la de la Victoria, la existencia de la vía de servicio, la presencia de chiringuitos. Pero, al otro lado de la autovía y del ferrocarril, hay todo un territorio desconocido para la mayoría.

Prueba de ello es que Cádiz parece ser el único municipio de la Bahía que aún no se ha percatado de que parte de su término municipal está incluido en el Parque Natural Bahía de Cádiz. Y no desde hace poco; desde 1989, hace casi 30 años. En concreto, 387,9 hectáreas, lo que supone el 31,89% de su superficie municipal. Sí, casi un tercio de Cádiz es Parque Natural. Ningún municipio de la Bahía aporta un porcentaje tan alto de su territorio al espacio protegido, aunque en términos absolutos sea una contribución pequeña.

Y, sin embargo, la identificación de Cádiz con el Parque Natural es escasa, muy escasa, casi inexistente. No es que el gaditano no sepa de su existencia. Lo conoce pero no lo reconoce como propio. Lo vincula a San Fernando y a Puerto Real, a Chiclana o a El Puerto, pero no a Cádiz. Topónimos como Santibáñez, la Roqueta, Río Arillo, San Félix, la Dolores… suenan poco o nada, no suelen aparecer en las letras de Carnaval.

Históricamente, ese pedazo de Cádiz más allá de Cortadura siempre estuvo fuera de Cádiz, separado de ella por una muralla. Solo contemplado como soporte para alguna nueva expansión urbana, como las que, a lo largo de los siglos, fueron trasladando el límite de la ciudad, la muralla que la separaba del mundo, un poco más allá. Ese trozo de Cádiz siempre fue el verdadero extramuros. El extraemporio.

No es de extrañar que en la primera mitad del siglo XX se planeara sobre ese espacio la gran expansión portuaria de Cádiz, con la construcción de una Zona Franca de magnitudes hoy impensables. Puestos a planear, llegó a incluir incluso un aeropuerto sobre los fangos de la marisma. El menos modesto de los proyectos que se sucedieron entre los años 20 y 50 proponía el relleno de más de 1.500 hectáreas del saco de la Bahía entre Cádiz y San Fernando. Y, muestra de la falta de vínculo con la ciudad de Cádiz, asociado a este gran puerto franco, se concebía una nueva ciudad satélite para albergar a la enorme mano de obra necesaria.

Tampoco sorprenderá demasiado, por ser muy propio de la época, que en los 70 se pretendiera crear a lo largo del istmo la tercera parte de la ciudad, Cádiz 3 lo llamaron, llenando de torres de apartamentos el frente litoral entre Cortadura y El Chato y aniquilando, como ocurriera en la Victoria décadas antes, el sistema dunar del tómbolo. Aunque paralizado por la administración estatal, se consiguió llevar a cabo la vía de servicio que hoy existe entre ambos enclaves.

Más pueden asombrarnos las propuestas de décadas recientes, como el cementerio marino sobre una isla artificial, no está claro si inspirado en el poema de Paul Valery —¡el mar fiel duerme allí entre mis tumbas!—, que fue propuesto durante la redacción del PGOU de 1984 como respuesta a la saturación e inapropiada ubicación del de San José. O uno de los proyectos estrella de Teófila Martínez para el PGOU de 2011: la construcción de 500 pisos para jóvenes en bloques-palafitos sobre las aguas del saco de la Bahía, del que se mostraban fantásticas recreaciones con un toque al Waterworld de Kevin Costner. Su justificación, la falta de un suelo más firme dentro de los límites de la ciudad. Considerado inviable en la evaluación ambiental e incompatible con la Ley de Costas, la Consejería de Medio Ambiente echó por tierra —o por agua— el futurista y visionario proyecto.

Todas estas ideas para el más allá de Cortadura fueron, por fortuna, abandonadas. El único proyecto que sí se llevó a cabo fue la construcción de la Estación Depuradora de Aguas Residuales de Cádiz y San Fernando sobre la salina Dolores en la década de 2000. Aunque ocupa solo unas pocas hectáreas, el emplazamiento elegido resulta indicativo del carácter de patio trasero de este espacio para la ciudad, de la desafección con él. A ello han contribuido sin duda la ampliación a autovía de la carretera que discurría por el istmo y la duplicación de la vía férrea, que convirtieron a este trozo de Cádiz en un lugar de paso a cien por hora y de difícil acceso.

Y lo que no se ve ni se conoce es en realidad un catálogo de elementos patrimoniales de excepcional interés que, si sobrevivieron al siglo XX de los megaproyectos, parecen tener los días contados en este XXI por el mero transcurrir del tiempo, por el desuso y el olvido. Como diría Roy Batty antes de morir, “yo he visto cosas que vosotros no creeríais…” más allá de Cortadura, que “se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.

Lágrimas provoca contemplar cómo el Molino de Río Arillo, uno de los mayores exponentes de los molinos de marea atlánticos — tan solo existen otros dos similares en Cantabria y Portugal—, va muriendo de decrepitud, entre la situación de bloqueo administrativo y la inacción de las Administraciones. El intento frustrado a finales de los 90 de que fuera sede del centro de visitantes del Parque Natural parece que dio al traste con toda posibilidad de salvar la vida al propio molino, pero también con la creación de cualquier otra oferta potente de uso público del espacio protegido en el término municipal de Cádiz, en contraste con el resto de municipios del Parque. Una oferta que en la actualidad se limita a un área recreativa, que tiene en sí misma escasa capacidad para la difusión e interpretación del patrimonio existente en el entorno. El único sendero existente en el término municipal, el sendero Salina Dolores, se encuentra cerrado al público por mal estado.

Pero el molino de Río Arillo no es el único patrimonio de excepción en el territorio gaditano del Parque Natural. La Salina Dolores —Nuestra Señora de los Dolores, siendo preciso— merecería algo más que ser el destino inmediato de nuestras aguas negras. Por su localización y tamaño —más de70 hectáreas—, debió ser una de las más importantes de la Bahía en la época del esplendor salinero. Pruebas de ello son su casa con aspecto de cortijo, una de las más destacables de la arquitectura salinera de la Bahía, y su portada, al inicio del camino que conduce a ella. Y también que, ya en el siglo XX, llegara a contar con un apartadero ferroviario y con grandes naves para el lavado, molienda y almacenaje de la sal, que fueron desmanteladas recientemente.

Pero, no se vayan todavía, aún hay más. Quizás poca gente sepa que en Santibáñez se conservan las últimas huertas de Cádiz y de las salinas de la Bahía —aunque resulte sorprendente en un paisaje tan salino, las huertas eran un elemento característico de las salinas, sustento de la familia que vivía en ella—, junto a un pozo de noria que explotaba el agua dulce de la lluvia almacenada en el subsuelo arenoso del tómbolo sobre la impermeable arcilla. Agua dulce, escasa por lo general en el Parque Natural, que favorece el anidamiento en esta zona de aves como la cigüeñuela, la focha común o la polla de agua.

Pocos habrán descubierto en las cercanías un antiguo polvorín y su cuerpo de guardia, dos pequeñas edificaciones abovedadas escondidas entre la vegetación y la chatarra, que estarían vinculadas a una batería instalada para la defensa de Cádiz durante la Guerra de la Independencia. Pocos habrán reparado en los restos del molino mareal de la Roqueta, de finales del siglo XVI o principios del XVII, uno de los más antiguos de la Bahía, y los pilares de su muelle de carga. O en la casa de la salina Preciosa y Roqueta, a la que pertenece el molino, y el malecón de roca ostionera que formaba el muelle para la carga de la sal.

Tampoco muchos se habrán parado a observar la variabilidad del sistema dunar entre Cortadura y Torregorda, la riqueza que la plataforma rocosa deja al descubierto en bajamar o el peculiar ecosistema de agua dulce que constituye la laguna de La Gallega, habitado por anfibios como el gallipato y el sapo de espuelas.

Son solo una parte de lo insólito y secreto que nos reserva el Cádiz no urbano. Si alguien reclamaba un parque temático para Cádiz, lo tiene ahí delante. Solo hay que asomar la cabeza más allá de Cortadura.

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Ojos verdes

Ilustración: María Gómez

Decía en un artículo anterior que el estado de sumisión que sufre la ciudad al tráfico motorizado obliga a justificar hasta el extremo el mínimo espacio de rodadura o aparcamiento que trate de restarse al automóvil. No digamos ya si lo que se plantea es la peatonalización del Casco Histórico de Cádiz. No basta la obviedad, el sentido común, la evidente vocación del espacio. No basta siquiera que lo contemple el Plan General de Ordenación Urbanística (PGOU), aprobado en 2011, y el Plan de Movilidad Urbana Sostenible (PMUS), que data de 2013.

Sin embargo, afrontar un proyecto de ese tipo, como ya han hecho o están haciendo numerosas ciudades españolas, no solo es justificable desde cualquier perspectiva (ambiental, social, económica, urbanística, de movilidad, patrimonial, de derechos humanos e individuales…), sino que existen motivos que la hacen inapelable e inaplazable y que instan al Ayuntamiento de Cádiz a dejar de mirar para otro lado y abordar la cuestión en la presente legislatura.

El cambio climático es un motivo inapelable e inaplazable, que requiere reducir drásticamente la movilidad motorizada. Representa una amenaza apremiante y con efectos potencialmente irreversibles para las sociedades humanas y el planeta. Cada año y casi cada mes se baten récords. El último, el pasado agosto, que ha sido el más caluroso en los 136 años de registro histórico. El objetivo acordado en la Conferencia de París sobre Cambio Climático del pasado año, de evitar que el incremento de la temperatura media global supere los 2ºC respecto a los niveles preindustriales, exige a todos los países la puesta en marcha de políticas y medidas para reducir de forma efectiva las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). El sector de la movilidad y el transporte está en el centro de las miradas pues, según las estimaciones más afinadas, supone el 40% de las emisiones de GEI totales en nuestro país. De ellas, el 40,2% es debida a los automóviles privados. Si nos centramos en el transporte de personas, el 84,8% de las emisiones tienen su causa directa en coches y motos. Actuar, por tanto, sobre la movilidad cotidiana, reduciendo el uso del automóvil, es esencial para conseguir cumplir el objetivo acordado y en ello es la Administración Local la que lo tiene que decir casi todo.

Del mismo modo, la contaminación del aire en las ciudades es un motivo inapelable e inaplazable. Según un reciente informe del Banco Mundial, en España se producen al año unas 15.000 muertes prematuras debido a la contaminación del aire, que genera además un coste sanitario de unos 45.000 millones de euros al año. Alguien pensará que esta contaminación y sus efectos se localizan en las grandes urbes ―Madrid tuvo que tomar medidas contundentes contra el tráfico el invierno pasado por episodios de contaminación extrema― y que tienen una importancia menor en ciudades medias o pequeñas. Sin embargo, no es así. El 99% de la población española respira aire con niveles superiores a las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS), es decir, 45,9 millones, toda la población de Cádiz incluida. La Sociedad Española de Inmunología Clínica, Alergología y Asma Pediátrica (SEICAP) alertaba el pasado otoño del aumento de las urgencias infantiles por infecciones respiratorias debido a la contaminación del aire y ponía de ejemplo ciudades medias como Oviedo y Valladolid. Por si fuera poco, desde 2012 la OMS considera el humo del diésel como causa segura de cáncer ―segura significa segura―, habiéndolo clasificado en el nivel 1, el más alto, de la escala de sustancias cancerígenas, junto al benceno o el amianto. Sorprende el contraste entre la alerta social ―plenamente justificada― que genera la presencia de amianto, con la normalidad con la que respiramos continuamente el humo del tráfico. Y sorprende que la reducción drástica del tráfico motorizado, la fuente que genera tan grave problema de salud pública, no esté en la agenda de las administraciones.

Alguien dirá que me estoy yendo por las nubes ―literalmente― y que de la urgencia de afrontar el cambio climático y la contaminación del aire urbano a plantear como necesidad la peatonalización del Casco Histórico de Cádiz va un derrape. Pero no es así. El Casco Histórico de Cádiz es, en relación a su superficie, la principal zona de atracción de movilidad de la ciudad y de la Bahía de Cádiz, tanto de viajes a escala municipal como metropolitana. Según datos del PMUS, recibe más de 23.000 vehículos diariamente, unos 16.000 vehículos por km². Una cifra similar al tráfico que recibe, por ejemplo, el centro de Londres. Además, el 69% de los desplazamientos en vehículo privado que se realizan en Cádiz son internos al municipio y de ellos el 60% tienen origen o destino en el Casco Histórico. Por tanto, la peatonalización del Casco Histórico tiene una gran potencialidad  como medida de reducción de tráfico en la ciudad. Actuar sobre él es importante en sí mismo, pero además tendrá un efecto de reducción del tráfico en toda la ciudad y en toda la Bahía. Es decir, no solo se reducirán los desplazamientos en coche dentro del área peatonalizada, algo obvio, sino que se reducirán también los que tienen a esta como destino u origen, al eliminarse la expectativa de acceso y aparcamiento. Por poner un ejemplo significativo, la peatonalización del centro de Pontevedra ha supuesto una reducción de tráfico de un 70% en el centro y de un 30% en el conjunto de la ciudad. Hay que quitar coches de la circulación actuando sobre toda la ciudad, pero hay que empezar por los principales centros atractores de movilidad y con las actuaciones que serán más eficaces en ese objetivo.

Si a alguien le parecen los anteriores motivos demasiado etéreos, existe otro tan inapelable e inaplazable que tiene fecha límite exacta de aplicación y cumplimiento. La Ley General de derechos de las personas con discapacidad establece que las condiciones básicas de accesibilidad de los espacios públicos urbanizados y edificaciones son exigibles a fecha de 4 de diciembre de 2017. Entre estas condiciones está que las aceras, y en general los itinerarios peatonales, deben tener una anchura libre de paso de al menos 1,80 metros. Si el ancho o la morfología de la vía no lo permiten, hay que crear plataformas únicas de uso mixto, es decir, aquellas en las que la acera y la calzada están a un mismo nivel. Salvo contadas excepciones, la práctica totalidad de las calles de la trama interior del Casco Histórico de Cádiz carece de ancho suficiente para tales aceras, por lo que deberán transformarse en vías de plataforma única. Una parte de ese viario ha sido ya adaptado, pero existen aún bastantes calles fuera de normativa, presentando acerados estrechos a distinto nivel de la calzada que resultan impracticables para la mayoría de las personas, no solo las usuarias de silla de ruedas. La calzada, sin embargo, es continua y sin obstáculos, lo cual no es más que la constatación del trato privilegiado que se concede al automóvil sobre las personas. Se da por sentado que los coches no pueden subir ni bajar escalones, pero a las personas usuarias de silla de ruedas u otras con dificultades de movilidad que les zurzan.

La actual situación económica, la proximidad de la fecha límite y la envergadura del ámbito de actuación harán difícil un cumplimiento pleno de las condiciones legalmente exigibles. Por tanto, peatonalizar las calles del Casco Histórico, haciendo que la actual calzada pueda ser destinada a itinerario peatonal accesible, es la medida más efectiva, sencilla y barata ―y posiblemente la única― de garantizar a todas las personas un uso no discriminatorio, independiente y seguro de los espacios públicos. Se trata simplemente de conceder a las personas los privilegios que hasta ahora han disfrutado solo los coches.

Los anteriores motivos, desde tres ámbitos o perspectivas diferentes ―medio ambiente, salud, derechos de las personas―, exigen una actuación inmediata por parte de los responsables municipales. Pero se podrían esgrimir otros, quizás más cercanos a las preocupaciones cotidianas de la mayoría e igualmente urgentes, como es la precaria situación de la economía y el empleo de la ciudad. Tratar de atajar esta situación, aunque sí esté en la agenda política, se escapa probablemente a las posibilidades de la política municipal. Sin embargo, cada decisión influye. La potencialidad de las peatonalizaciones para generar riqueza, para fortalecer y desarrollar el comercio local y de proximidad, es algo que se constata caso a caso. Según un estudio reciente sobre las peatonalizaciones realizadas en Sevilla en la última década, más de un 50% de la población encuestada reconocía haber aumentado sus compras y su consumo de hostelería en las calles peatonalizadas. La ciudad es por sí misma un sistema generador de riqueza y lo que hay que hacer es evitar que se escape. Y eso es lo que se consigue favoreciendo la movilidad peatonal frente a la motorizada, de la que solo se benefician los grandes centros comerciales y de ocio. Si alguien propuso el tercer acceso como una actuación que atraería riqueza, yo solo veo riqueza se escapa por él.

Incluso hay también razones políticas. Los programas electorales de Por Cádiz Sí Se Puede y Ganar Cádiz en Común proponían la peatonalización del Casco Histórico y esta se incluyó en el acuerdo de gobierno de ambas formaciones. Pero, más allá de ser un compromiso electoral, es una necesidad para construir el proyecto transformador de ciudad que ambas formaciones propugnan y que la ciudadanía espera, especialmente su base electoral. Transformar la ciudad, recuperarla para la ciudadanía, requiere recuperar la calle en su sentido más literal y físico. La ciudad es lo que es su espacio público ―sin espacio público no hay ciudad― y este es la proyección del statu quo. Cómo se reparte su uso, qué se prioriza o qué se permite es un reflejo de lo que nuestra sociedad es, pero también de para quién se gobierna. Peatonalizar, estableciendo un reparto equitativo en el uso del espacio público, es gobernar para toda la población ―todos somos peatones y peatonas―, a favor de la mayoría social. Peatonalizar, recuperar el espacio público para la ciudadanía, es así imprescindible para recuperar la democracia.

Actuar sobre la movilidad, peatonalizar, recuperar el espacio público constituyen además la manera más barata y factible de provocar esa transformación de la ciudad. Probablemente sea la única posible en las actuales circunstancias presupuestarias ―el tiempo de los grandes y costosos proyectos pasó―. De otro modo, se podrán resolver problemas, atajar situaciones, quizás cambiar inercias, pero será difícil provocar cambios profundos que vayan más allá de la eventualidad de una legislatura o de unos presupuestos. Toda la ciudad, todos los barrios merecen y necesitan esta recuperación del espacio público para la ciudadanía, pero el tiempo es limitado y hay que empezar, como decía antes, por enclaves estratégicos.

Por todo eso, Cádiz debe peatonalizar su Casco Histórico en esta legislatura.