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La camara de resonancia de david eloy rodriguez

Desde la primera cita de Cámara de resonancia, David Eloy Rodríguez se encomienda a Gilles Deleuze por lo que respecta a la voz propia del poeta que se construye desde “las multiplicidades que abundan en su interior”, es decir, desde unos “términos extraños, inusualmente fluidos”, que son las palabras y las imágenes ajenas, precisamente las resonancias oídas y reconducidas. Enseguida invoca a Ramón Gómez de la Serna (”El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero”) y a Vicente Aleixandre (“un eco de un resplandor, el eco de un eco de un eco del resplandor”.

Reproduzco tales invocaciones porque realmente inspiran el contenido de los poemas de esta última publicación del autor y amplifican constantes que ya se observaban en Los animales heridos (2019) como preferencias y a la vez intuiciones muy precisas de un campo todavía prometedor de hallazgos y revelaciones. Aquí el lenguaje se ha hecho más libre y tal vez más irrespetuoso, abarca registros más amplios y contrastados, opta por dejarse llevar por un cierto azar, dentro de lo que es posible en la lengua, una vez que sus propios deslumbramientos entrecruzados cuentan con la trama suficiente de formas y contenidos, una vez que el poeta sabe mejor por qué tremedal se ha aventurado y qué probabilidades tiene, y no teme, de perderse en él.

David Eloy Rodríguez da un paso muy notable, o en realidad varios pasos, entre parodias irónicas de flashes informativos, anáforas formales en campos semánticos distantes y paradojas desnudas que saltan del mito clásico al pop, a un prosaísmo deliberado de cuña publicitaria o a destellos líricos inesperados y doblemente agudos y eficaces. La lección es una lucha por salir de las trampas y los encierros de la frase convencional, es un gozo de la frase misma descolocada, tergiversada y suelta por una nueva pista llena de baches y surgideros, una montura que fue domesticada y retorna a ser salvaje o al menos no colaboracionista ni servil. El autor ha remachado en este libro un conjunto de ramificaciones dispares que son las que le dan su originalidad. La palabra no se agota en sus términos, sino que brilla como una llave cuya cerradura se desconoce. Se trata de un receptor muy atento y a la vez desconfiado de los patrones que imperan en el mundo. Opera a larga y a corta distancia, subraya referencias cultistas (Emily Dickinson, Paul Eluard, Gerardo Diego, Tateusz Rosewicz, Peter Handke…) y a la vez recoge materiales de derribo y fragmentos comunes y corrientes de actualidad.

David Eloy ha alcanzado una forma personal de enfrentar el poema, mima y cincela, pero también escribe como quien arroja un producto sobrante, como quien recicla recortes y escombros que nunca pierden su memoria, su desgarro, su contagiosa precariedad. Merece la pena leer a este poeta y leer este libro porque precisa un lenguaje ajustado, burlesco, a veces absurdo, pero más aún porque abre un haz de caminos que no se sabe adónde van, pero que dan la fuerte impresión de conducir a mejores formas de convivencia, a lugares e ideas más libres y transparentes, a promesas oscuras pero convincentes. De ese laberinto de distancias extrañadoras y bruscas inmediateces brotan, a modo de plantas raras en un bosque uniforme, sentencias o estribillos como los siguientes: “Cada vez queda menos para que estalle la bomba”, “Quebrantos y necesidades/ emponzoñan los dilemas”, “Los empresarios de la desinfección/ sueñan con nuevas infecciones”, “La máxima utilidad de los ritos/ es saber quiénes no acuden”, o “No hemos intentado lo suficiente/ hablar con las cosas”.

Las cosas y las vibraciones de los seres, no únicamente humanos (aunque el contenido de los poemas es evidentemente humanista), son captadas desde puntos de vista complejos e inusuales. El montaje de la frase, y el sintagma como contenido en sí mismo, siguen recordando la atonalidad godardiana, la ruptura del hilo narrativo y el tiempo desarticulado que ya se advertían en Los animales heridos, pero las fuentes, las orientaciones y los procedimientos son ahora más complejos y acaso más filosóficos y universales. Dejan atrás una especie de caverna surrealista, iluminada por chispazos humorístico-metafóricos, y superan las referencias concretas y las alusiones sociodomésticas. Zahieren las obediencias mitificadoras, los alardes huecos, los productos horribles de la actualidad y los escaparates de la falsa moral y la exhibición.

Esta Cámara de resonancia no incluye en vano a Ramón Gómez de la Serna, es verdaderamente un bazar o un rastro, pero no de objetos y cachivaches desvencijados, sino de reflexiones absolutamente contemporáneas y elementos fundidos, una urdimbre abarcadora que muchas veces se tiende sobre graves peligros y amarguras de nuestros días. El autor ha entrado en ella, o en sí mismo, con un gran valor, incluso con cierta euforia creativa y un desdén no menor contra la seriedad, el envaramiento, la sumisión. Ha desplegado un apocalipsis desenfadado pero corrosivo, un escenario en el que de un momento a otro esperamos que aparezcan Isaac Newton, Roland Barthes, Walter Benjamin o Teresa de Jesús entre “gorilas albinos”, “rosas negras” e “ilusiones fatales”.

En fin, esto no es más que un leve apunte, una impresión que va de un libro ya sólido y maduro a otro que en algunos aspectos lo supera. Cámara de resonancia debe ser atendido y podría analizarse de modo mucho más minucioso y adecuado. Me limito aquí a subrayar algunas peculiaridades, algunos rasgos que creo acertados e innovadores y que el autor ha trazado desde una perspectiva lingüísticamente muy respetuosa y hasta humilde, pero no menos ambiciosa y aplicada. Para concluir estas líneas, los versículos entrecortados de un poema del libro de entre los que, a mi juicio, son más representativos, “MUSEO DE CRUCIFIXIONES: El alma tiende a parecerse a los retratos, que son del mismo mineral que los reglamentos./ Los artesanos de la fascinación/ trabajan con materiales calientes:/ nos enamoramos de la luna en el espejo./ No escarmentamos en codicia ajena./ Las alianzas dejaron mapas desgarrados./ Los herejes nos donaron su legado de fe./ El que rápidamente se arroja/ a la posibilidad de tirar una piedra/ es el mismo que se la tiraría a cualquiera,/ incluido tú./ Todas las alfombras voladoras/ tienden a deshilacharse./ El vuelo, en cualquier caso,/ es vuelo./ No te olvides de traer un souvenir,/ al menos, de tu próxima resurrección.”

Aquí puedes leer tres poemas del libro

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José María García López escribe sobre el libro “Los animales heridos”

(Libros de la Marisma, 2019), de David Eloy Rodríguez.

El libro se inicia, no en vano, con dos citas, una de Juan Benet: “El tiempo no se engendró en las estrellas ni en los relojes sino en las lágrimas”, y otra de García Lorca: “Sólo el misterio nos hace vivir”. Está dividido en dos partes, suficientemente amplias, Corral de tragedias y Animales heridos, ésta última constituida a su vez por tres bloques de poemas: Heridos, Balada para la caída y Animales.

Resena los animales heridos

Primera parte: Corral de tragedias

El principio de este conjunto, con un leve oxímoron por título, no puede ser más indicativo: “Te prohibieron la luz;/ luego te soltaron/ y te obligaron a la luz”. Ya sabemos entonces que algunas atenciones fundamentales del autor se dedican a la libertad y a las paradojas y arbitrariedades del poder, a desenmascarar y repudiar los convencionalismos y sometimientos aceptados. El absurdo aparente de situaciones peregrinas, por donde ascienden y se precipitan los versos, recuerda en parte a Samuel Beckett y a Roland Topor, evoca el Teatro Pánico, entre la ironía y el terror, y nos lleva de la mano por un surrealismo vitalista y rebelde, no exento de sentencias filosóficas y lapidarias. David Eloy parece haber optado, o es su forma de ser, por un tono directo, de pronto delicado y sentimental o en muchas ocasiones coloquial y hasta corrosivamente prosaico. Merece la pena mencionar algunos de los hallazgos alcanzados mediante este procedimiento: “Nos parecemos a indóciles perros/ encerrados en una metáfora”, “Nada es lo que era,/ y André Breton no era bretón”, “Cerrar los ojos no es útil/ para frenar el tren”, “El animal caído en el cepo/ hace memoria/ de la profundidad del bosque”.

Los poemas van rebotando en piedras como esas o en otras más duras y profundas, van apoderándose de nuestra atención e introduciéndonos cada vez más en una especie de circo febril de los conceptos, las aporías, las disidencias. El libro va cobrando un tono de letanía que pudiera decirse caótica o automática, pero no hay nada de eso. Se trata de una legítima defensa, un abanico de respuestas a los bombardeos de las órdenes y las informaciones sesgadas, una devolución múltiple, pero sin perder su carácter burlesco, de los dardos recibidos. Resulta admirable la capacidad para desviar y repeler las ofensas del mundo, el gesto nunca trágico ni humillado y la ingeniosa altivez ante el enemigo arrasador y bárbaro. “Estuvimos vivos, nadie lo niegue,/ aunque no nos recuerden”, subraya el poeta, y añade: “El futuro será despiadado/ como todos los futuros”.

Hay hacia el final de esta primera parte del libro un poema que reclama una referencia especial, “Debajo”, en el que el autor lanza una batería de preguntas entre cínicas, en el mejor sentido de la palabra, y demoledoras: “¿Quién no ejerció alguna vez la vanidosa arbitrariedad, la torva crueldad?”, “¿Quién no ocasionó dolor? ¿Quién no juró en vano?”, “¿Quién no se olvidó de forma provisional de quien más amaba?” o “¿Quién no se ha ofrecido públicamente como ejemplo moral?”

Son cuestiones que el autor nos plantea mucho más acá de simbolistas como Jules Renard o Saint-Pol Roux, aunque con probables coincidencias básicas, y, en determinados aspectos, más en la línea del “antipoeta” Nicanor Parra o en la del postista Carlos Edmundo de Ory. En cualquier caso, no hay artificio en David Eloy, aunque a veces pudiera pensarse así por descuido o inercia lectora, sino motivación sugerente y en muchas ocasiones de largo alcance, incluso bajo los brillos más veloces del ludismo lingüístico y la desinhibición. Así en el poema “Existencialismo”, ya en la segunda parte del libro: “Atila coincide con Sartre:/ el infierno son los hunos”, que no es precisamente un juego de palabras.

Segunda parte: Animales heridos

La factura de este otro bloque poético no es demasiado distinta de la señalada con anterioridad, aunque tal vez sí se agrava y adelgaza por momentos. Se desarrolla con una evidente originalidad, pero también bajo la advocación cómplice del poeta maldito Emanuel Carnevali, de George Perec o de César Vallejo. Sus asuntos, quizá algo más narrativos, van de la denuncia sutil de situaciones creadas por la desvergüenza criminal de las estructuras políticas actuales a una serie de viñetas animales, marcadas por el sufrimiento y la piedad, observadas con una mirada sensible y emocionadamente comprensiva. Suenan asimismo ecos narrativos y pesadillescos en medio de vertiginosos saltos semánticos, resonancias de raps urbanos (“Ejecuciones” o “Una casa tan frágil”) o, puede que involuntarias, de un remoto Carlos Oroza, pasado por Allen Ginsberg, y versos descoyuntados como manchas, a veces de sangre.

Es evidente que David Eloy Rodríguez es uno de esos animales heridos por los dudosos o corruptos imaginarios contemporáneos y por las variadas formas de la poesía de todos los tiempos. El libro implica un trabajo denodado e impecable (y de paso está muy bien editado por Libros de la Marisma), puede contener frases y alusiones desternillantes junto a reflexiones morales y filosóficas, nunca moralistas. Se acoge a un tono martilleante y febril o se remansa en síntesis juanramonianas o epigramáticas. Los versos son irregulares, no son dominados por una métrica previsible, pueden hacer pensar por instantes en un montaje cinematográfico a lo Godard, dibujan un paisaje de comic, unos campos calcinados al fin de la batalla.

De este maremágnum de polisemias, rechazos de simulacros espectaculares o consumismos inducidos, tan propios de nuestra época, y aleatoriedades contrapuntísticas, hay que reseñar igualmente el ritmo conceptual o de frase, más que acústico, que viene a ser muy adecuado a la frecuente atomización de los asuntos. Entre ellos destacan las oscilaciones caprichosas de la injusticia universal (en un ámbito donde llueve mierda, pero en el que algunos pueden permitirse paraguas de oro, como escribe el poeta) y la maravillosa comparsa zoológica, zaherida y martirizada. Destaquemos de ella, para finalizar este breve comentario, “La balada del jabalí herido”, que me permito transcribir completa: “Es la hora del dios/ pero los animales no tenemos/ dios. La herida/ mana sangre impecable/ que fluye hacia la muerte./Yo dormía en el bosque/ escondido, arrimado al amor/ de los inviernos,/ su pelo hermano, su respiración/ temblando en la misma noche./ Soy fuerza aún./ Huyo en las tinieblas/ en dirección contraria a mi destino./ El aire duele”.

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