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Todo va a ir bien: saldremos de esta. Y saldremos convencidos de que es bueno que seamos solidarios, que aprendamos a protegernos juntos, que sepamos que aquello que beneficia o perjudica a uno, beneficia o perjudica a todos. Algo que no gusta al sistema, porque este no es el fin del mundo; es el fin de un mundo, de un modo de vida. Y no le gusta porque puede ser el fin de su mundo, injusto, insolidario, individualista y codicioso.

Pettengui post
Fotografía: Fran Delgado

Tutto andrà bene. Y saldremos de esta sabiendo que lo público, lo que es de todos y para todos, es al final lo que nos saca las castañas del fuego. Y esto no agrada al sistema, un sistema privatizador, especulativo y que antepone el valor del dinero a la persona.

Alles wird gut. Saldremos de esta sabiendo además quiénes son y qué cara tienen -por si alguien aún no lo sabía- esos que privatizaron y que hoy le exigen todo y de mala manera a lo público. Esos que llevan décadas descuartizando lo público y repartiéndose alegremente sus despojos. Esto tampoco gusta nada al sistema, que juega siempre con las cartas marcadas del patriotismo y las cuentas en Suiza.

Tudo vai ser certo. Saldremos de esta con el convencimiento de que la monarquía -mira por donde- es un injusto anacronismo de época, cuya utilidad cabe en el fondo de una cacerola aporreada.

Tout ira bien. Saldremos de esta sabiendo que la religión no cura. Algo que no va a gustar al sistema, que tiene en la religión esa farola apagada a la que se mantiene abrazado el personal narcotizado.

Everything will be fine. Saldremos de esta más críticos, sabiendo que el sentido de comunidad es sagrado y que nunca hay excusas para no saber más. Algo que hará rechinar los dientes del sistema que nos quiere sumisos, callados e ignorantes.

Todo saldrá bien, y comprenderemos entonces que lo más barato en este mundo es lo que se compra con dinero. Y que la vida es un abrir y cerrar de ojos, un breve parpadeo, durante el cual se nos concede ver las maravillas del Universo, contemplar a seres como nosotros y establecer relaciones con ellos.

Así que, mientras los días pasan con el ritmo de un caracol asmático, sigo convencido de que todo saldrá bien. Por eso: viva la vida con todos sus avíos, viva la vida con tomate, viva la vida con papas, viva la vida en colores, viva la vida nueva.

Saldremos de esta.

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Como gallinas ponedoras. A ellas les ponen luces y dan más huevos; a nosotros, las luces navideñas nos hacen consumir. Dependemos del estímulo, el resto es lo mismo.

Y ahora Black Friday, Cyber Monday… estamos atrapados en el interior de un sistema global de mercados, prendidos en la tupida tela de araña de las ilusiones comerciales. Tanto, que ya dicen que es terapéutico salir de compras cuando se está deprimido.

El consumismo es una pandemia, es el precio del progreso. A ello contribuye el consumo masivo de reality shows, que ayudan a crear ensoñaciones en el espectador, un mundo ficticio que denigra la propia realidad. La distancia entre el telespectador y su televisor se vuelve inversamente proporcional a la que existe entre su salita de estar y las mansiones de los súper-ricos, estrellas de cine o futbolistas mega-millonarios.

Comprar, consumir, comprar, consumir es una maraña de sueños atravesados por un laberinto de espejos. Es el sino del capitalismo: consumir más, producir más, crecer sin límites. Pero si los recursos son limitados, que lo son, no puede ser y además es imposible. Sin embargo los forajidos del capitalismo nos dicen que sí. Lo mismo nos hacen trampas en este tablero de Monopoly en el que jugamos todos los habitantes de la Tierra.

Son hábiles, muy hábiles, estos ilusionistas de la economía salvaje. El consumo sin límites ofrece al pueblo disponibilidad, facilidades y precios asequibles. Pero al mismo tiempo esconden la verdadera naturaleza de lo que consumimos, lo que nos convierte en ignorantes felices y sumisos.

Pongamos por caso la venta de productos bajos en grasas, a menudo una patraña perpetrada desde la industria alimentaria, en la que colaboran agencias gubernamentales. Lo que hacen es sustituir las grasas por carbohidratos que, a la larga, producen grasas. La gente compra estos productos creyendo que le prometen el elixir de la salud eterna. Sin embargo, los granjeros saben desde siempre que el ganado se engorda con carbohidratos.

Otro ejemplo, ya clásico, es el Plan Marshall. Estados Unidos, tras la Guerra Mundial, tenía necesidad de mercados. Así que una inmensa flota de barcos atravesó el Atllántico, cargada con productos y materias primas, con destino a la devastada Europa. Cuando se barrieron los escombros bélicos y los países comenzaron a levantar cabeza, los productos estadounidenses se vendían a través de una forma de vida: el coche en la puerta, la cocina hollywoodiense, con una rubia y sonriente Doris Day, y el teléfono blanco. El Plan Marshall ponía dinero en el bolsillo de los europeos.Todos querían su TV y su lavadora. Hasta la compra a plazos fue una novedad importada desde el otro lado del Océano. El cine, por fin, ponía imágenes al sueño del bienestar.

Hoy sabemos que el sueño americano sólo era un astuto plan comercial, porque, si bien los Estados Unidos fueron los donantes y no los receptores, se puede afirmar que fueron los principales beneficiarios del Plan Marshall.

Al final, el consumismo consigue que la libertad y la búsqueda de la felicidad no sea más que una simple elección sobre qué coche comprar o qué zapatillas deportivas elegir. Pero pasa con todo, hasta con la cultura. La escritora Loretta Napoleoni pone como ejemplo el auge de la novela histórica o el éxito del bestseller “El código Da Vinci”, en el que el lector consume historia y cultura de bajo voltaje como elemento de escape. La cultura se ha convertido en un producto comercial.

O el asunto de las falsificaciones de productos: las personas que no pueden alcanzar el original, caro y restringido, se sienten felices al adquirir una copia, un clon imperfecto, pero asequible y barato. Con ello se satisface la obsesión de acceder fácilmente a los productos que antes estaban reservados a las élites.

O el dinero digital -o virtual- como emblema más inquietante del capitalismo. Veremos, si no lo estamos viendo ya, comprar un reloj de imitación con billetes falsos. Pero ¿a quién le importa? Lo importante es que la rueda gire y gire.

Desgraciadamente la política apenas pone freno a ese giro frenético. La Política no es más que un accesorio para los negocios y el oportunismo. ¿Dónde queda la ética y la moral del Estado?

Sí, sí, ya sé que no debería preguntar esto…

Fotografía de la cabecera: Pixabay

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La Educación, ese sagrado mandato cívico, ya se rige por la ley de la oferta y la demanda. Las tesis neoliberales han atropellado a este país al dictado de las leyes del mercado, si bien es un contrasentido llamar leyes a lo que sólo es codicia.

Tan contradictorio como que nuestros neoliberales, hoy al mando de la Junta de Andalucía, tan enemigos de la subvención cuando se trata del cine o de la danza contemporánea, vean estupendamente que se sufrague un negocio educativo privado.

La derecha −PP y C´s con el apoyo entusiasta de Vox− va a introducir con rango de ley un texto para que los colegios se adapten a la demanda social, amparándose en la “libertad de elección del padre”. Aparte de borrar los límites entre “alumno” y “cliente”, esto podría ser justo si todos los centros partieran de las mismas condiciones. Pero no, no todos los centros están en las mismas condiciones, porque no han recibido la misma atención de la administración educativa.

Chisteras y sotanas
Ilustración: Pedripol

El socialismo versión PSOE gobernó la Junta durante 40 años y no pudo, no supo o no quiso (o las tres cosas a la vez) hacer nada por priorizar lo público sobre lo privado, perpetuando un sistema tan extravagante como injusto. Hoy en la oposición, el “Partido que Nunca Estuvo Allí”, defiende a la pública más por obligación que por convicción. A buenas horas mangas verdes.

Así, cada vez se oye con obstinada firmeza que “los padres prefieren la concertada”, o sea la privada pagada con dinero de todos. Es normal, cuando se van a destinar más recursos a los centros más solicitados, condenando a los que están en peor estado a seguir estándolo.

Apelan a la libre elección de los padres, y me pregunto ¿es que antes no había libertad para elegir? Así que tal vez lo que se persigue no es la libertad de elección, sino la libertad de selección.

Esa es la base del cínico jueguecito: reforzar la desigualdad a través de la subvención pública y expulsar a las clases medias de lo público, que quedaría como una mera institución de beneficencia.

De esto sabe mucho la jerarquía católica, propietaria mayoritaria de los centros concertados, y también sabe que la voladura de lo público favorece los intereses privados. O sea, los suyos. En realidad, el primero de los suyos.

El segundo, no menos importante, es el adoctrinamiento. Un adoctrinamiento religioso, valga la redundancia, que se sufrague con fondos públicos. Ya la legislación actual exige ofrecer clases de Religión en horario lectivo, se ve normal que en esos centros se celebren procesiones, ofrendas florales a vírgenes y santos, y que se permitan charlas homófobas o contra la eutanasia, y que el proselitismo religioso sea omnipresente.

Ello supone pagar con dinero público la entrega de la Educación a manos de grupos ideológicos y religiosos, que deforman la libertad a través de unos códigos que aprisionan la inteligencia y fomentan el fanatismo y el egoísmo social, o sea el elitismo.

Pero, pese a todas estas dificultades, la enseñanza pública resiste y lucha con los recursos a su alcance: la profesionalidad de su personal y el coraje del superviviente por su dignidad. Dignidad que se resiste a ser doblegada, mostrando a sus alumnos y alumnas que no todo está perdido, y que la Educación no se mide con dinero.

Porque la enseñanza pública, a salvo de sotanas y chisteras neoliberales, debe ser el sustrato de una sociedad que persigue la libertad por el camino de la igualdad, la gratuidad y el laicismo.

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Desde que se inventó la maleta con ruedas y el TripAdvisor, el turismo ya no es lo que era. El viaje se ha convertido en un imperativo para ser felices y comer perdices. El ocio se ha proletarizado y se ha desplazado la explotación económica del trabajo a la explotación del tiempo libre. Y es que cuando los pobres pueden hacer turismo, algo huele mal…

El capitalismo −una vez más− ha vencido: hoy la gente no hace turismo, lo consume.

Extranos en el paraiso
Fotografía: Jesús Massó

Disculpen este arranque de negra melancolía, pero escribir sobre turismo cuando se vive en una ciudad turística y ahí afuera se desparrama el verano, es duro, muy duro. Hay que despojarse de la funda protectora de la turismofobia y ni siquiera está permitida la queja resignada, sino mirar adelante. Sólo queda actuar y proponer y trabajar con visión de futuro, de modo que el turismo no nos atropelle y que, pasados los días de vino y rosas, el territorio no quede asolado, como un cascarón vacío, en el que ya no viva gente “de verdad”, de esa que no sabe leer un menú en inglés, que se saluda por la calle y que vive en su casa de siempre.

No estoy en contra del turismo. Primero, porque las alternativas al mismo en esta ciudad son escasas. Aquí no hay extensos cultivos, ni chimeneas humeantes, ni grandes factorías. Y segundo, porque no se puede negar la legitimidad de que cualquier persona pueda desplazarse a donde quiera. Sí, esto incluye también a los que son tratados como residuos humanos y sometidos a peligros mortales en el mar o en el desierto, para atravesar unas fronteras y ser recibidos de forma hostil.

Volviendo al turismo, dice el escritor gaditano Federico Sopranis, con su acostumbrada retranca, que todos los proyectos de desarrollo con escasa imaginación acaban en el turismo. Mientras, vivamos hoy el frenesí de las cifras de ocupación hotelera, de los millones de selfies, de las colas ante los monumentos, del incremento del gasto, los ardores de las terrazas invasoras, del puerto lleno de cruceros, que las autoridades se cuelgan al pecho como medallas.

Podemos no inquietarnos con el dato de que el pasado 25 de julio estaban volando simultáneamente 30.000 aviones alrededor del planeta. O que sólo en Cádiz capital ya existan 1.186 viviendas turísticas (declaradas). Nos puede parecer un mal menor que haya camareros con horarios terribles y una mierda de contrato, o que cientos de kellys, con una mierda de sueldo, se deslomen haciendo camas y limpiando habitaciones de hotel. Todo vale en función del lucro y del valor añadido.

Vale, pero pensemos en mañana si no queremos que sólo nos quede un paseo por las ruinas, como extraños en el paraíso. Y sobre todo que yo, nosotros, como personas de izquierda, tenemos el deber de reflexionar acerca de la gravedad de la situación y proponer soluciones.Unas soluciones que tal vez no estén dentro de los límites del orden establecido. Tal vez.

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No puedo olvidar aquella entrevista al recién nombrado concejal de Cultura de la corporación municipal que presidía Teófila. El nuevo edil de Cultura afirmaba, con rotundidad, que sus aficiones culturales se inclinaban por la imaginería religiosa (léase Semana Santa) y la zarzuela. Aún sigo convencido que lo de la zarzuela lo dijo por adornarse un poco, por darse pisto cultural.

Una demostración, otra más, de que la cultura era la ‘asignatura maría’ de las políticas de la derecha, en este caso del Partido Popular. O sea, que hay que poner la cultura en los programas electorales porque queda bien y porque reparte pasta a la hora de la piñata presupuestaria. Y por fin, llegado el momento de los nombramientos, cuando no se sabe qué dar a alguien, se opta por asignarle la cultura, que eso es fácil y lo hace cualquiera.

Una nueva prueba de todo ello es la designación de Patricia del Pozo como consejera de Cultura en el nuevo gobierno andaluz. A la responsable de la cultura andaluza no se le conoce ni un trabajo ni una sola iniciativa relacionada con la cultura (en realidad no se le conoce ningún otro trabajo fuera de su partido, el PP). No obstante, se reconoce aficionada “a las tradiciones de mi tierra” (léase Feria de Abril) y sus colaboradores han dejado escrito que además es “asidua al Teatro de la Maestranza y que ha estado muy atenta al ciclo de exposiciones Las Edades del Hombre”. Para nota queda su declarada afición a las corridas de toros y “especialmente al arte del rejoneo”.

Del Pozo se marca como prioridad la Ley del Flamenco y en cuanto al patrimonio cultural andaluz ha declarado: “No hay nada de mayor belleza. Voy a trabajar para hacer de esa belleza que tenemos uno de los principales motores de nuestra tierra y que los andaluces puedan disfrutar de ese patrimonio tan bello”.

La cultura tampax
Fotografía: Jesús Massó

Sin duda todo parece bello. Aunque ya tiene mucho terreno ganado con la programación de Canal Sur Televisión del PSOE. Sólo tiene que estirarla un poco para que todo sea más bello aún.

Y estrechar su vieja complicidad con la Iglesia y con los banqueros.

En fin, que la cultura de la derecha vuelve a lo mismo de siempre: a la cultura de sus intereses para que nada cambie. Una cultura tampax: que no se note, que no moleste, que no traspase. Y que no incomode al mercado y que agrade al poder político.

La cultura aparece siempre como sospechosa, en la medida que se la identifica con actitudes críticas.
Pero la cultura es, o debe ser, crítica, socialmente transformadora, dinámica frente a lo estático y renovadora frente a lo rutinario. La cultura debe pisar callos, meterse en charcos y que le partan la cara denunciando la desigualdad y la injusticia. La cultura es, o debe ser, comprometida, y hacer crecer en humanidad, y conectar con el mundo para que no nos engañen.

Ah, pero la derecha gana las elecciones con otras cosas.
Y con Patricia del Pozo ahora todo está en su sitio. Nada peligra. Todo está bien guardado.

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Pettenghi post
Fotografía: Jesús Massó

El uno de enero de 2011 entró en vigor la ley que prohibía fumar en bares y restaurantes. Y la patronal hostelera llamó a la guerra santa: “¡Cerrarán 70.000 bares! ¡Se perderán más de 200.000 empleos!”.

Nada pasó. Hoy los bares y restaurantes siguen llenos de público y vacíos de humo, mientras la patronal sigue preocupadísima -al menos eso dice- por la calidad del empleo.

Y es que los humanos somos así, tenemos la fea costumbre de oponernos a nuestro propio progreso: la TV matará a la radio, los coches extinguirán al caballo, la imprenta acabará con la cultura… De ajustarnos a este canon, todavía estaríamos defendiendo al imperio austrohúngaro (no obstante, aún hay algunos que lo añoran).

Una forma de oponerse consiste en retrasar numantinamente la adopción de las medidas progresivas. La otra, más frontal, estando en contra porque sí o usando cualquier argumento. En lo de ‘cualquier argumento’ cabe todo, hasta lo más disparatado.

Viene esto a cuento del empeño peatonalizador del Ayuntamiento de Cádiz.

Algo nada revolucionario, pues ya ciudades medianas como la nuestra -Pontevedra o Vitoria- han ensayado fórmulas con resultados satisfactorios. No obstante, las críticas previas, a veces de una ferocidad lunática, retrasaron su aplicación. Más cerca, en Sevilla, se peatonalizó la calle San Fernando… y se cayó el cielo. Hoy es una plácida vía con terrazas por donde circula pacífico el tranvía. Más reciente aún está el proyecto ‘Madrid Central’ de Carmena que, tras las iniciales y consabidas críticas, está siendo satisfactorio en su aplicación.

Las ciudades y sus munícipes más adelantados han entendido que, superado el furor inicial de los inmovilistas de la movilidad (curioso oximoron), la peatonalización, la construcción de carriles bici y el fomento del transporte público, son reconocidos y aclamados finalmente.

Al final del proceso queda en evidencia la relación directa entre atraso y tiranía del coche.

Porque la ciudad no son los coches ni siquiera los edificios, sino las personas.

Claro, que aún quedan quienes siempre estarán en contra y que opinan que lo de la contaminación sólo es un bulo, y viven convencidos de que eso del cambio climático no es más que un complot marxista. Y les da igual que el coche esté aparcado el 90% del tiempo, que se consuma un tercio del tiempo de la conducción buscando aparcamiento o que, de sus cinco asientos, rara vez vayan todos ocupados. Da igual, defienden el derecho de ir en coche de la cocina al salón de su casa.

Y enmarañan el debate público y usan recursos políticos y administrativos para retrasar la adopción de esas medidas progresivas. Pongamos por caso al alto comisario de Acción para el Clima y la Energía en Europa, que no es otro que el exministro Miguel Arias Cañete, propietario de la empresa “Petrolífera Ducar”, dedicada a almacenar combustible fósil. Lo que se conoce como bunkering. Una forma de especular, para entendernos. Que es una actividad legal, pero que resulta difícilmente compatible con un juicio recto, imparcial y dirigido al bien común y a lo que representa su cargo público. Pienso que una motosierra tendría más sentido ético.

Pero aún peor me lo pone mi vecino, que no tiene pozos petrolíferos ni empresas de bunkering, pero está convencido de que ‘el coche es necesario’ y cada vez que sale el tema del carril bici me dice:

– “Hombre, si eres pobre y tienes que ir en bici, vale, pero para ir a pasearte ¡no, hijo, no!”

Ya ves.