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Mientras no le pongamos mascarillas al corazón estaremos a salvo. En estos tiempos tan extraños, vivir se convierte en una palabra: vivir, en decir la palabra: vivir para reconocer que estamos vivos.  

Ahora más que nunca los adoquines dormidos de nuestra ciudad son las huellas de otra historia. Casi levitando por no tocar la calle bajamos por el pan y tiramos la basura, Cádiz es Cádiz pero no lo parece, no tiene su cara sucia de churretes alegres, no tiene su cara de niña, ni su cara de vieja, no tiene luz, ni sal, por no tener no tiene age, ni malage correteando por sus callejones trimilenarios. El vino está escondido en el corazón de las Peñas (aquí las Peñas, se escriben con mayúsculas). Las coplas se resbalan por las redes sociales. Los nudillos huérfanos de mostradores no saben que son nudillos. La Caleta desnuda no tiene poetas ni guitarras. Pero Cádiz preñaíta de balcones y de azoteas blancas, de casapuertas y de patinillos sigue cantando por dentro. Cádiz está viva porque sabe que está viva. Cádiz es su gente y su gente es de latido largo. Cádiz encerrada no deja de ser Cádiz con sus penas y sus glorias pero Cádiz al fin y al cabo. 

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Fotografía: Jesús Machuca

No vamos a idealizar tampoco la situación pero es verdad que esta ciudad en concreto está acostumbrada a resistir. Y quiero pensar que esta resistencia tiene que ver con la emoción, con ese latido largo que hemos heredado, con ese sentir colectivo que hace inmortal a sus poetas. 

Está claro que estamos viviendo un momento terrible de nuestra historia y servidora que creía que no estábamos preparados para convivir con el miedo a la catástrofe, pone en duda, que no en cuarentena, que esta premisa sea cierta del todo. La grandeza de no saber que sabemos vivir ante la tragedia podría ser la clave que nos explique en el futuro porque quizás sea la única explicación que encontremos en los tres mil años que nos cuentan (año arriba, año abajo). Los papelillos del pasado son papelillos de presente ahora. Las petaladas del pasado son petaladas de presente ahora. Ese es nuestro milagro.  

Se derrama la alegría y la desesperación por las paredes de las fincas y, como una masa pegajosa, se expande por todos los rincones de la ciudad. En la aljaba hay flechas de todos los colores-emociones posibles que nos lanzamos los unos a los otros para salvarnos de las enormes garras del miedo, de la soledad, del encierro. 

Ahora miro por el balcón y me parece ver la carita morena de una niña fenicia aferrada a las faldas de su madre pero también veo a la niña romana aferrada a las faldas de su madre y a la niña andalusí y a la cristiana y a la hija de mi vecina que aplaude para decir que ella también es Cádiz y que Cádiz está viva.     

Cádiz de coloretes y cuchillos: qué fácil es imaginarte en otra época. 

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