Fotografía: Jesús Massó
Toda buena Siesa que se precie está orgullosa de su anonimato, puesto que éste le permite realizar sin pudor, incluso reincidiendo, cualquier barrabasada en modo siesil que se le ocurra. El arte del camuflaje sutil lo aprendió en el colegio, pero no fue algo buscado, sino más bien la aceptación de un hecho vital: no era igual que las demás. Así que poco a poco integró la invisibilidad como parte de su persona, de la misma manera que se hizo experta en el arte de escabullirse sin dejar rastro y con suma rapidez. Arte que aprendió después de observar durante horas las cucarachas que salían del bajante de la casa de su infancia.
Por eso le extrañó tanto aquella noticia que llego a sus oídos sobre una película corta que se había llevado un premio hablando de mujeres olvidadas, de historias que no fueron contadas. En la mente de nuestra Siesa se pusieron a funcionar las ruedecitas de la lógica, encajando las unas con las otras: mujeres+olvidadas+historias anónimas=el corto hablaba de ella. Se dejó caer por el cine y azuzó su oreja-antena. Sintonizó el cerebro en dirección a una pareja de mediana edad y ropajes bohemios extremadamente caros. La memoria fantasma, decían; Docuexpress Alcances, comentaban.
Ya está- se dijo a sí misma, –la peli que habla de mí la echan en el festival ese para frikis que se compran el abono y van con gafas, y una mochila, y luego miran el móvil en lugar de la película. Y después se van de tertulia a ponerse ciegos de cerveza sin gluten para hablar sobre encuadres, enfoques, travellings y miradas objetivas, pero lo que quieren en realidad es echar un polvo.
Compró la entrada.
Y allí, en esa sala de cine prácticamente desocupada se encontraba nuestra Siesa dispuesta a ver el famoso documental que hablaba sobre ella. Sentada en un asiento central al lado del pasillo, para poder salir fácilmente si se declaraba un incendio, explotaba un foco o un independentista sacaba un fajo de papeletas para el referéndum y entraban los antidisturbios. Poder salir y salvarse, ese era su primer pensamiento nada más ingresar en las entrañas de cualquier edificio.
Miró a su alrededor: un par de parejas mayores, una mujer, el chico y el padre, todas con gafas y aire sumamente intelectual. La siesa notó un escalofrío, se sintió atrapada en la telaraña cultureta de la ciudad, a punto de ser devorada por bso, campus cinema y lecturas dramatizadas de corte satírico. Tras persignarse, sacó un paquete de pipas Churruca haciendo mucho ruido, para romper el ambiente y, de alguna manera, exorcizarse del esnobismo que creía comenzaba a poseerla.
La película empezó oscura. Por un momento nuestra siesa pensó que se había acabado el mundo hasta que escuchó una voz en inglés: Bolingo, el bosque del amor.
–Mierda– se dijo –me he equivocado de sala-.
Estuvo a punto de levantarse e irse, como Siesa que lleva el diablo, pero aquella voz parecía poseedora de una verdad tan profunda que fue casi incapaz de mover el culo del asiento y, cuando vio a aquella mujer negra en pantalla, se quedó clavada por completo. Esa mujer compartía solemnidad de estatua de ébano con otras cuatro mujeres. Todas hablando un inglés con acentos de sus diferentes regiones, distintas ropas, distintos peinados; pero todas unidas por una misma mirada que unificaba el relato.
Y ahí se quedó nuestra Siesa, embargada por una sensación extraña, como de empacho, como de principio de cólico o infección de orina, como de frío de mal cuerpo, de bañador mojado con poniente, como de bartolino en axila rasurada, de escape gaseoso en ascensor con gente, de castañas asadas bajo un sol de justicia o helado tropical mientras en la plaza hace un frío de muerte. La Siesa tomo todas esas sensaciones e hizo una mezcla homogénea, y al amasarlas dentro de sí le vino un lamento. Supo entonces que lo que sentía era tristeza. Y sin haber vivido nada de lo que decía aquel relato se metió en los ojos de aquellas mujeres, y vio con los suyos propios la pobreza que perseguía sus cuerpos y las empujaba a huir del país buscando un futuro mejor.
En un momento dado, la sala se transformó en desierto y la Siesa mató las serpientes que acechaban los cuerpos durmientes en mitad de la duna. Fue la mano que paró el camión rebosante de almas desesperadas, cuando una de ellas se cayó en el camino e iba a ser abandonada a su suerte. Ella ayudó a aquella mujer que rompió aguas, y juntas cortaron el cordón umbilical y buscaron refugio. Dio una enorme patada en los testículos a un hombre, mientras apartaba a otro de encima de aquella muchacha, obligada a pagar con su cuerpo el deseado paso a la Frontera. Agarró la mano de la madre que perdió al hijo cuando volcó la lancha de 120 personas, y luego salvó al hijo y lo puso a su pecho para que no llorara.
Todas esas cosas hizo sin hacerlas, llorando sin lágrimas en una sala reconvertida en infierno. Llorando a los héroes muertos que nunca se sabría que lo fueron. Todo eso hizo sin dejar de comer pipas ni un solo momento.
Y cuando se levantó de su asiento salió rápida para no olvidar esas miradas y poder captarlas en su diario secreto nada más llegar a la casa. Aunque, a decir verdad, tampoco quería que nadie le llamará la atención por la enorme montaña de cáscaras que había dejado a su alrededor.
La memoria fantasma, de David Montiel
Bolingo, el bosque del amor, de Alejandro G. Salgado