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D boza
Fotografía:Jesús Massó

Somos fruto del baby boom. Llegamos a este país al mismo tiempo que la Constitución y eso nos marcó. Cuando Tejero disparó al techo del Congreso de los Diputados apenas levantábamos un metro del suelo. Pese a aquel ruido de sables vivimos una infancia tranquila y feliz. Habíamos superado la crisis del petróleo y la llegada de la democracia hacía presagiar una mejora económica.

Fueron años de cierta prosperidad. En Cádiz consiguieron reducir la industria naval a base de prejubilaciones a sordos y despidos cuantiosos. Las calles se llenaron de barracas, refinos y videoclubs con los que los prejubilados reinvertían la mordida que se llevaron por dejar su empleo. Los prejubilados se convirtieron en un estamento identitario. Quien más y quien menos se compró un campo en Chiclana. No fue nuestro caso. Nos conformamos con un Citröen a plazos. La realidad es que pocos eran conscientes de que estaban cavando la tumba de la ciudad.

Nuestros padres creían en el ascenso social. Para muchos de ellos acceder a la Universidad era algo impensable. Esa clase trabajadora de empleo fijo quería que sus hijos estudiasen. El esfuerzo, entendido como la aplicación a los estudios y a la vida, era ofrecido como garantía de éxito. Creían que las cosas iban a cambiar de verdad. Pensaban que los apellidos importarían menos que las capacidades.

Accediendo a la pubertad disfrutamos de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Expo de Sevilla pero el desastre económico que vino después nos mostró cuál era la realidad. El pelotazo español seguía estando relacionado con contactos, enchufes y apellidos. Mario Conde quebró Banesto y nada volvió a ser como antes.

Después llegó Aznar y su mala leche. Nos metió en una guerra innecesaria mientras que los precios de los pisos subían por las nubes. Comprendimos que nunca seríamos propietarios ni tendríamos un trabajo fijo. Nunca seríamos nuestros padres.

Entramos en el nuevo siglo y nos habían cambiado el mundo en lo esencial y en lo accesorio. Nuestras expectativas nos atosigaban y algunos no pudieron resistirlo. Vimos emigrar a muchos de los nuestros y, sobre todo, a los que vinieron detrás. En nuestros mejores años sufrimos la crisis más grave.

Somos la primera generación del precariado. La última premilennial. La generación mejor preparada. La primera que hizo Erasmus. La última que no se sintió europea.

Nunca nos hemos gobernado porque seguimos sufriendo a los herederos de los regímenes que superamos. Ni siquiera cuando los de nuestra generación quisieron llegar al poder tuvimos los arrestos suficientes para girar la brújula.

Este año los de la generación del 78 cumplimos los 40, esa barrera extraña entre la juventud y otra cosa que no se sabe muy bien lo que es, pero ya no es juventud. Ahora nos toca mirar a las pensiones que nos dicen que no nos pagarán y al futuro de nuestros hijos, el que se arriesgó a tenerlos, que se sabe que será aún peor que el nuestro. Resistimos, porque no nos queda otra.

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