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Martina ariza.

Ilustración: pedripol

 

 

Puede que el título de este artículo les resulte familiar. Sobre todo a aquellos de ustedes que sean físicos. No en el sentido de poseer un cuerpo material y tangible. Con cabeza, tronco y extremidades. Característica que ya les presupongo a todos los lectores de esta estupenda revista. Me refiero a licenciados en Física. Porque, sí amigos, bromas aparte esto va de mecánica cuántica. Pero no huyan despavoridos. Aunque quisiera no podría ponerme pesado. Como la mayoría de los mortales yo también voy más que justito en lo tocante al tema. Siquiera sé nada de mecánica de coches, así que de la cuántica ya se lo pueden imaginar. Aunque, eso sí, me veo obligado ahora a torturarles con una breve introducción al Principio de Incertidumbre. Son cuatro líneas de nada, sacadas de la Wikipedia. Y servirán para que los profanos en la materia nos hagamos una vaga idea.

El Principio de Incertidumbre o Indeterminación de Heisenberg, vino a revelar en 1925, la imposibilidad de medir de un modo simultáneo, y con exactitud, la posición y el movimiento de determinadas partículas cuánticas. Y eso es todo en realidad. Aunque aún me queda por contarles un dato muy curioso: pronto se descubrió que aquella falta de precisión no se debía a los instrumentos utilizados en las mediciones; el error estaba implícito en el mismo hecho de medir. De modo que era inevitable. Nada podía hacerse por mejorar el resultado. Intente usted visualizar el aparato más costoso, sofisticados y preciso que sea capaz de imaginar. La incertidumbre continuaría existiendo.

Y para más recochineo, se observó que a mayor esfuerzo de precisión, mayor se hacía el margen de error. Así contado, a bote pronto y desde nuestro desconocimiento sobre el tema, parece una paradoja hasta graciosa. Pero acertar la existencia de la incertidumbre no fue algo fácil. La Física había sido considerada una ciencia exacta hasta ese instante. Y aquel descubrimiento venía a joder la marrana. Supuso una dramática inflexión.

A pesar de todo, la historia tuvo un final feliz. Resulta que el grado de inexactitud se reveló como insignificante. Asumible a todos los efectos. Tan residual que no ponía en cuestión ninguna de las teorías físicas deterministas. La Relatividad misma, que acababa de ser descubierta unos años antes, seguía teniendo validez en todos sus casos prácticos. Digamos que la Mecánica Cuántica y, por extensión, la Física, hubieron de tragarse el sapo que aquel margen de error. Y es algo con lo que conviven desde entonces. Igual que se soporta una piedrecilla colada en el zapato. Nos incomoda y perturba en cierta medida, pero no nos impide avanzar.

Una década antes, Einstein había publicado su revolucionaria Teoría de la Relatividad. Y casi de inmediato, el sumo sacerdote del surrealismo, André Breton, había corrido a declarar que la había leído de pe a pa. Breton carecía de la formación científica necesaria para interpretar correctamente aquel conjunto de ideas y fórmulas matemáticas. Pero contaba en su defecto con su intuición poética. Ello le llevó a declarar que había asimilado la Relatividad a un nivel sensible. También anunció que todos acabaríamos haciéndolo de un modo u otro, y casi sin darnos cuenta. Y es que el autor de Los Vasos Comunicantes, creía firmemente en el trasvase de información a un nivel casi osmótico. Una comunicación desligada de toda lógica y razonamiento. Sostenía que la simple difusión de las ideas de Einstein nos sumergía de inmediato en las leyes de su universo relativo.

¿Y acaso no ocurrió así mediado el siglo XX? Fue como si el mundo se quitara el rígido y anticuado corsé de la gravedad newtoniana. Qué pasados de moda parecían de repente los valores absolutos. El mundo respiraba más libre al estrenar aquellas nuevas leyes físicas tan flexibles. La cultura de lo relativo y lo cuántico flotaba en el aire, impregnándolo todo con su halo de modernidad. Siquiera fue necesario que el ciudadano de a pie entendiese ni de lejos de qué iba todo aquello.

Pues llegados hasta aquí, permítanme emular a mi idolatrado André Bretón, y jugar con su teoría paracientífica. Es solo un inofensivo ejercicio literario. Algo meramente especulativo. Así es como me supongo que deben trabajar sus hipótesis los autores de ciencia ficción. Porque igual no es del todo descabellado imaginar que el Principio de Incertidumbre empieza a calarnos los huesos. ¿Y si estuviéramos interiorizando la inexactitud cuántica? Ya lo hicimos con la Relatividad, ¿no? ¿Y si ese error imposible de salvar ha empezado a formar parte de nuestra sociedad, de nuestra cultura, de nuestro acervo?

Expongamos aquí y ahora tres incertidumbres. A cuál más amenazante. Está la incertidumbre laboral. La motiva la coexistencia de una demografía que crece imparable y una ciencia robótica que destruye más puestos de trabajo cada día. Existe también la incertidumbre económica. La genera en gran medida el neoliberalismo. Sus consecuencias son, grandísimas desigualdades sociales, y una sobreexplotación insostenible de nuestros recursos. Existe, y ya por último, la incertidumbre política. Está en el retorno de ciertas ideologías nefastas, cuya supervivencia ya creíamos algo residual. También en el desconcertante resultado de algunas elecciones o referéndum realizados recientemente: el “no” al acuerdo de paz en Colombia, el “sí” al Brexit o la victoria de Donald Trump.

Es todo tan extraño que hemos tenido que inventar una palabra nueva para denominar lo que está pasando: posverdad. Y lo peor es que, al igual que ocurre en mecánica cuántica, contar con los mejores aparatos de detección y análisis, no evitará que el error suceda. Igual la humanidad ya ha hecho frente con anterioridad a otros periodos cruciales, de profunda crisis y cambios. Lo que sí es seguro es que nunca antes lo había hecho con el auxilio de unas herramientas tan sofisticadas como inútiles. Pero no hay que ser agoreros. Si con lo seria y estirada que es la Física Cuántica, fue capaz de encajar la incertidumbre y convivir con ella, ¿por qué no íbamos a poder nosotros, con lo cachondo que somos?

 

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