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Bea aragon

Fotografía: Jesús Machuca

A ras de casapuerta me pregunto qué le pasará a un toro cuando lo sacan del campo. Y veo sin querer, cómo ese poderoso animal que pace tranquilo en la dehesa ardiente con la luz del sol confusa acariciando su pelaje sereno, de repente entra en lo oscuro, corre y corre y corre hasta que lo encierran en el frío de la guadaña. Y entonces cierro fuerte los ojos y tiemblo.

El rompecabezas está a punto de romperse y a ras de casapuerta miramos lo que no vemos, su crujir lento y despacioso. La recién nacida guadaña burguesa nos acecha. Como una serpiente leprosa se desliza suavemente por las cornisas de nuestros hogares encendidos, por nuestras cafeteras amarillas de madrugadas eternas, por las venas antiguas de nuestros balcones fenicios, por los adoquines rabiosos y cansados de nuestras cojera perpetua, de nuestra ceguera continua, de nuestras miserias de patinillo. Se arrastra entre nosotros a ras de casapuerta con el silencio del rayo, con la agilidad transparente de la fiera que caza, con el moribundo discurso de un francotirador en paro. No sabemos muy bien cuál es la amenaza o, como de costumbre, no queremos saberlo, pero está llegando. Pasito a pasito nos invade, solo tenemos que abrir bien los ojos, solo fijaos en los andares que la ciudad nos muestra cada día. Su invalidez es la nuestra, sus heridas son las nuestras, los ojos de plata cansada son nuestra miserable cubertería de diario. Algo debe estar cambiando porque precisamente vienen a por eso, quieren nuestras miserias. Quieren vestir de limpio nuestros trapos del polvo.

La vida en Cádiz siempre ha sido dura para muchos por más que adornemos nuestras mejillas con la alegría naranja del queridísimo Momo. Hemos aprendido a convivir con la pobreza a la par que el cántaro se enamora del agua que arría. Estos barrios nuestros, de ropa limpia en azoteas y de trapos sucios a la fresquita son el germen de nuestra identidad y sería gran parte del color de nuestra bandera, si acaso pudiésemos concentrarnos en algún recipiente o símbolo.

Veo familias huyendo, muchas familias que huyen de sus hogares y de sus costumbres y de sus paredes y de su sentir y de su decir y de su hacer. Veo familias huyendo de alquileres que suben en escaleras que bajan y casapuertas moribundas que lucen, de repente, un falso traje de comunión, cal blanca y pedrería casposa que no nos podemos permitir ni mirar de lejos. Veo almacenes que cierran, ultramarinos que sobreviven al último año de la esperanza jubilada y panaderas que no encuentran las llaves, ni el camino, ni la panadería donde se llenaron sus manos de arrugas. ¿Qué nos está pasando? De repente, el barrio gotita a gotita ya no es nuestro y a la vuelta de la esquina no vive ya la Pepi, y la costurera ya no cose para la calle porque en la boutique de enfrente ya cosen para ti los niños de la India. ¡Qué de bajos tendríamos que coger y cuantos parches tenemos ya puestos!

Se van y nos vamos y nos estamos yendo, gota a gota, mijita a mijita, por eso no vemos la gran gotera de nuestro altísimo y poderoso techo fenicio.

Nuestra ciudad ha caído en la trampa y su melena anciana se nos enreda en las manos. Estamos ya de oca en oca inmersos en un proceso de gentrificación con el que todavía hoy, podemos pelear. Yo no sé cómo, yo no sé dónde, yo no sé cuándo, pero cada mañana mientras barro pa dentro la azotea veo venir de lejos la ancha boca de la tormenta.

A ras de casapuerta miro sin querer, salir a familias y más familias acorraladas por quienes tienen más y ofrecen más por nuestros retales de vida cansada.  Y sin querer, también me pregunto: ¿Qué pasará ahora con ellos? ¿Qué pasará con nosotros?

Y entonces, cierro fuerte los ojos. Y tiemblo.

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