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Arguez

Fotografía: Jesús Massó

Hay debates en los que la enorme desproporción entre los argumentos de un lado y los de otro es tan aplastante que en realidad ni siquiera son debates reales. Ocurre con el tema, por ejemplo, de las corridas de toros: los argumentos del lado de los pro-taurinos son tan enquencles, tan etéreos, tan pueriles y, en ocasiones, tan absurdos que a uno ni siquiera le apetece entrar al trapo, nunca mejor dicho. Al mismo tiempo, observamos que los argumentos del bando antagonista (es decir, los antitaurinos) son tan lógicos, tan rotundos y tan variados que a veces hasta llegamos a sentir cierta lástima por quienes tratan de defender, como desesperados gatos acorralados, la legitimidad de lo que se defiende.

Algo así ocurre con el debate en torno a la permanencia o no de la figura de las Ninfas y la Diosa en el Carnaval de Cádiz. Los argumentos contra el mantenimiento de esa obsoleta figura son tantos y tan aplastantes que no vamos aquí a enumerarlos. Son purito pensamiento libre. Son mero sentido común. Son blanco y en botella. Insistimos, no escribimos esto para enumerarlos.

Lo que sí llama, por contra, la atención son los argumentos a favor de mantener algo tan extemporáneo, tan casposo, tan postizo y tan hortera como es ese concursillo femenino de fiesta de graduación de pueblo. Y son tan ridículos que casi da pena reproducirlos aquí. Por eso sí que nos quisiéramos brevísimamente detener, por contra, en un pequeño detalle, tan aparentemente insustancial como poderosamente revelador: oyendo en sus apariciones públicas a la representante del movimiento ninfal, hay algunas cosas que, involuntariamente, ya casi representan por sí mismos argumentos para acabar urgentemente con toda esta virutilla decimonónica. Si la oyen expresarse en los medios, ella se refiere a sus representadas constantemente como “las niñas”. Bajo el aparente matiz cariñoso con que se usa insistentemente ese desafortunado epíteto se esconde una manera terrible de concebir el rol de esas mujeres, su peligrosa infantilización y la perpetuación de su rol residual, secundario, marginal e intrascendente en una fiesta que necesita el urgente empoderamiento femenino en otras formas y maneras de ser parte activa. Ese paternalismo patriarcal, hipermasculino y condescendiente, que apesta a testosterona y a ranciedad, fluye por las rendijas del lenguaje de las propias implicadas y de sus representantes y defensores. Tras estas cosas no son necesarios ya más argumentos (aunque los haya, que los hay): la figura de Diosa y Ninfa fue un lamentable error ya desde su propia creación, una maniobra artera, discriminadora y decrépita con la que idealizar en aquellos tiempos a un modelo de mujer decorativo, dañino y necesariamente superable.

No es necesario insistir más en ello. No es necesario recordar que el papel de la mujer en el carnaval ha de ser (y de hecho es) otro. No es necesario recordar el escaso favor que les hace a ellas (y de paso nos hace a todo el mundo) esta estrafalaria farandulita de sonrisas bonitas y grotesco glamour en detrimento de la verdadera igualdad. No es necesario subrayar la infecciosa concepción de la fiesta (y de la vida) que pervive en las mentes de quienes defienden que la falsa belleza y la simpatía artificial que este tipo de certámenes resalta responde, en realidad, a la intención de representar y “homenajear a la mujer gaditana”. O a la mujer, a secas. En fin, para reírse o para llorar. Como ustedes prefieran.

Alguien, por fin, tenía que armarse de valor y tratar de poner fin a este dañino desaguisado. A esta rémora carca de otros tiempos. A esta cosmética casquería de otra época. A este carnaval de la señorita Pepis. El debate es ya inevitable, aunque pareciera que nunca iba ser del todo posible. Pues ya ven, lo ha sido. Lo está siendo. De momento, la ciudadanía ya está tomando partido. Ahora solo queda que el Pleno se posicione. Uno no espera mucho mi del PP ni de Ciudadanos, paladines ellos mismos de unas concepciones de la fiesta (y de la vida) tan obsoleta como la propia figura de la ninfa. El PSOE, por contra, es ahora quien tiene que posicionarse, como de costumbre, y decidir entre la casposidad de un machismo rancio hasta el delirio o propiciar el cambio hacia otro modelo más igualitario, moderno y racional.

Por nuestra parte no podemos tenerlo más claro. Los días de ese modelo de femenidad hace mucho que debían estar contados.

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