Como es bien sabido, el movimiento mereció una atención intelectual preferente entre los primeros filósofos griegos, que vincularon el cambio —el devenir de la realidad misma— precisamente al movimiento. “Nada cambia sin movimiento de por medio”, podría ser el axioma exitoso de aquellos remotos pensadores. Paralelamente, por aquel entonces, aparece también el rechazo a la idea de movimiento, y, en consecuencia, la aversión al cambio. Extrapolando, y tal vez forzando un poco las cosas, podríamos decir que en aquellos momentos surge también esa actitud conservadora (ahora diríamos reaccionaria) de toda la vida, que niega los valores y la fecundidad del movimiento y su relación con el cambio.
Dicen las crónicas librescas que la solución a esta polémica la aportó Aristóteles… Pero a pesar de tan ilustre autoría, aquella pretendida solución no sirvió, a lo que se ve, para dirimir definitivamente en la controversia. Andando el tiempo, la aversión al movimiento y al cambio se mantuvo viva como seña de identidad de la intolerancia y la cerrazón. Ya en época tardía (bien entrado el s. XVII) asistimos a la célebre, aunque posiblemente apócrifa, autoexculpación (¡Eppur si muove!) de Galileo ante el inquisitorial tribunal que lo juzgaba por, precisamente, defender el movimiento de la Tierra, contra la concepción inmovilista de los ultraconservadores de entonces, que pretendían un planeta Tierra y un universo inertes, congelados, en permanente letargo y quietud.
Y el caso preocupante es que hoy andamos enredados aún en aquella vieja controversia que, históricamente, desde el intelecto fue bajando, bajando, hasta anidar en las tripas de determinado tipo de gentes, y de allí acabó enquistándose en las gónadas de reaccionarios y ultraconservadores exaltados, propensos a imponer a los demás el inmovilismo y a impedir todo atisbo de cambio. Es evidente que el movimiento, el cambio, resultan atávicamente molestos aun hoy para muchos conciudadanos nuestros, para quienes la única realidad dinámica que consideran permisible y deseable es la dinámica de los mercados, el flujo de capitales, la pujanza de las bolsas…
En cambio, están contra cualquier otro movimiento: aborrecen el movimiento migratorio, porque son excluyentes; quieren impedir el desplazamiento de refugiados y parias de la Tierra, porque son crueles; abominan del movimiento feminista, porque son casposamente machistas; pretenden hacer la vida imposible a quienes se mueven por el reconocimiento de las diferencias, porque son intolerantes; cierran los ojos a la realidad del cambio climático, porque son fanáticos de la estabilidad y de las realidades inmutables… En definitiva, son anacrónicos, porque no ayudan en nada, sino que entorpecen, la mejora del mundo y de todo cuanto en él se mueve…
El problema es que se agrupan bajo aquella tosca divisa que resonó hace poco en el Congreso, y que entonces, como ahora, es capaz de helar el fluido sanguíneo de cualquiera que pretenda moverse: ¡¡Quieto todo el mundo!!
Y así, los hay que pretenden suprimir todo cambio habido desde los tiempos de la Reconquista, nada menos, punto de referencia desde el que aspiran a pastorear el mundo. Otros, cuya exigua memoria histórica comienza y acaba en los tiempos del paleolítico liberal, quieren someter al letargo y a la parálisis todos los derechos conseguidos superando el toque de queda del inmovilismo, refractario a la justicia, la igualdad y la fraternidad, términos civilizatorios que vienen grandes a ciertas cabecitas abiertas sólo a la mezquindad de lo individual, de lo diminuto y de lo inmóvil. Constituyen la grey de quienes añoran y persiguen aquél imposible e inexistente motor inmóvil: dios, el mercado…
Saben que “nada cambia si nada cambia”, según la acertada frase que he oído, o leído, recientemente no recuerdo dónde. Y ahí están, maquinando contra todo cambio, contra todo lo que se mueve. Pero ignoran que las leyes físicas (cuando están bien formuladas) nos describen un universo en continuo movimiento y permanente cambio…, igual que unas leyes sociales (cuando son justas) nos ofrecen la posibilidad de cambio hacia un mundo de libertad, igualdad y fraternidad, cuya realización sí sería la solución a tan larga y penosa controversia, y que tanto desasosiego ha traído y sigue trayendo a la gente de buena voluntad de todos los tiempos y de todos los pueblos del planeta Tierra. Planeta que, no lo olvidemos, está en permanente movimiento y en continuo cambio, para fortuna de la Vida, que sabemos no prospera en compartimentos estancos, cerrados, ni en ambientes refractarios a la diversidad…