Se conmemora en estos días el bicentenario del nacimiento de Karl Marx. Heredero de la Ilustración y un clásico del pensamiento crítico, el revolucionario de Tréveris se sitúa en la misma estela que Freud y Nietzsche, Habermas y Hannah Arendt, Foucault y Judith Butler, entre muchos otros. El pensamiento crítico, como el derecho a la educación y a la salud pública, la división de poderes o las garantías procesales, constituye sin duda una conquista histórica de la Humanidad. Su cultivo y su transmisión deberían figurar entre las principales obligaciones de la Universidad pública. Y sin embargo, malos tiempos corren para la crítica en esta institución. ¿Qué significa pensar en el Alma Mater del siglo XXI? A tenor de lo que se constata día tras día, el pensamiento administrativo, el puro management conforma cada vez más el modo predominante de ejercicio intelectual en los recintos universitarios. Así por ejemplo, el tiempo invertido en la tramitación de las solicitudes o en la gestión de los proyectos de investigación, devora progresivamente el que debería dedicarse a la propia tarea investigadora, y si el proyecto es de alcance europeo, la vertiente burocrática adopta una envergadura ciclópea. Los órganos colegiados del gobierno universitario se han convertido poco a poco en maquinarias exclusivamente destinadas a la gestión (aprobación de normativas y reglamentos, puesta en marcha de procesos de acreditación de títulos y servicios, etcétera), relegándose por completo su condición de foros donde se expresan inquietudes e iniciativas de índole moral, cívica, cultural y política. Se suele olvidar que el pensamiento administrativo concierne exclusivamente a los medios; no cuestiona las cosas; se limita a organizarlas del modo más eficiente posible con vistas al cumplimiento de fines cuya bondad o maldad no entra a valorar. A veces se dice que un buen político debe ser ante todo un buen gestor, pero esto es situar a Adolph Eichmann, el competente administrador de la empresa de exterminio, en el mismo nivel que Pericles.
La colonización del pensamiento universitario por la mera gestión ha conducido también al crecimiento hipertrofiado de los organigramas de la institución. Se multiplican los cargos de administración al tiempo que la enseñanza, pese al reciente aumento de la tasa de reposición, queda en manos de un personal cada vez más precario, sustituyendo a las nutridas cohortes de profesores titulares y catedráticos que se jubilan. Se trata de docentes universitarios con salarios de pinches de cocina, abrumados de clases por impartir y de cometidos burocráticos, postergándose en ellos toda expectativa de promoción. Es el retorno de los “penenes”, figuras predominantes en el paisaje universitario español de los años setenta del pasado siglo. Pero la precarización, coaligada ahora con la multiplicación de los cargos de gestión y el magma de vericuetos y laberintos burocráticos sólo fomenta el clientelismo y la corrupción. El gigantismo, la esclerosis y la descomposición moral de los aparatos de partido en la fase final de los países del telón de acero constituyen un espejo que debería hacer pensar a nuestros dirigentes universitarios. ¿Esta es la famosa adecuación de la Universidad a la demanda social en la que se nos viene insistiendo desde hace tanto tiempo? Los recientes y vergonzosos episodios acontecidos en la Universidad Rey Juan Carlos a raíz del célebre máster de Cristina Cifuentes no son accidentales; muestran la dependencia de la Universidad pública respecto a poderes y servidumbres externas, revelan que la pérdida de autonomía institucional acompaña al olvido del pensamiento libre, crítico, en los recintos académicos. Convertida en un mero mamotreto al servicio de la gestión, desprovista del más mínimo entrenamiento en la reflexión moral y política sobre fines y valores, la Universidad queda a merced de vivillos y sinvergüenzas. Elevemos preces para que las inquietantes informaciones publicadas por el Diario de Cádiz sobre el concejal Romaní y el profesor Guillén, no añadan un nuevo capítulo a este funesto relato.