Julio González es un cyborg. Pareciera que tuviese la lente de su cámara incorporada al ojo. Cuando apenas era un chavea, le acompañé en algún que otro viaje interior de los que los periodistas solemos llamar reportajes. Siempre bromeaba con él a tenor de las calidades de su blanco y negro: “Saca otra foto desenfocada, de esas que me gustan”. Pertenece González a la redacción del Diario de Cádiz, ese rotativo centenario en cuya modernidad y casticismo fotográfico caben leyendas antiguas como las del periconero y besador Juman al pícaro Bernet, hasta la generación de Kiki –tan concernido del mestizaje entre dos mundos, que comparte su hábitat entre Cádiz y la medina de Tetuán–, Braza y otros fotoperiodistas que siguen en ejercicio o, lamentablemente, han tenido que tirar la toalla porque la crisis –la de valores, más que la económica—ha tumbado también a las cámaras oscuras.
Pues bien, una de esas fotografías desenfocadas la tomó Julio en las playas de la desolación, por donde emergen los cadáveres de la globalización mercantil. Era el cuerpo sin vida de un muchacho convertido, para su pesar, en primera plana. Al otro lado del mundo y del Estrecho, alguien le reconoció como uno de los suyos y gracias a esa fotografía consiguieron que su familia, al menos, pudiera recobrar la paz del cementerio.
Fotógrafos como Julio González se han convertido en testigos de cargo de las muertes que la inmigración clandestina arroja sobre las playas gaditanas desde treinta años atrás: una buena muestra de esa pesquisa puede contemplarse en el baluarte de San Roque, de la mano de Fernando García Arévalo, un sanroqueño de la Estación que comenzó perfilando las imágenes de nuestro cementerio marino pero terminó conociendo de cerca la realidad de Africa, desde Senegal al Magreb de las primaveras imposibles. En su día, fue capaz de devolverle al mar lo que le había robado, el rostro de sus náufragos, a partir de una serie de exposiciones clavadas en la arena de las playas del sur.
Como la de Zahara de los Atunes, en las que Javier Bauluz –nuestro primer Pullitzer con patente asturiana e instinto universal—retrató a unos bañistas que jugaban en la arena, no muy lejos de un cadáver que esperaba que alguien le levantase. Aquella instantánea mereció una larga polémica con Arcadi Espada, que consideraba que dicha presunción era prejuiciosa aunque muchos, que discrepamos públicamente con él en esta materia, asegurásemos que era un retrato del natural, sacado de la vida misma, sin más artificio que el buen ojo y la perspectiva del fotero. De tarde en tarde, Bauluz se ha acostumbrado a congeniar la fotografía con secuencias en vivo grabadas mediante una cámara digital, con la que, a comienzos de este siglo, logró impresionar toda esa encrucijada migratoria en una serie de breves capítulos que en su día emitió Telecinco: “El primer capítulo aborda el desembarco, cómo los inmigrantes clandestinos saltan a la playa y van escondiéndose, intentando huir. La segunda entrega incluye cómo algunos de estos inmigrantes son descubiertos por los vecinos y, a pesar de que algunos de ellos se arrodillan y piden que no se les delate, terminan siendo denunciados a la Guarcia Civil, que les detiene. El tercer capítulo se refiere a la solidaridad clandestina, gente que se sabe perseguida por el simple hecho de prestarle techo a los espaldas mojadas o por llevarles a bordo de sus coches.Finalmente, volvemos a la playa con los subsaharianos, que son detenidos allí, entre tiritones de frío, miedo y falta de asistencia.Ahí, incluímos testimonios de Médicos Sin Fronteras en el que se recrimina la falta de recursos asistenciales en esta franja costera. También se incluyen escenas escalofriantes, como la del inmigrante acostumbrado a lo que viene ocurriendo en África que llega a España y ante la cámara pide que no le maten».
Bauluz, en gran medida, es hijo del legendario Sebastiao Salgado, que también escudriñó estas lindes, buscando a los hijos de Zeus, como les llamó Antonio Zoido a partir de Homero, los que llegan sin nada desde el mar. Ese fue también uno de los referentes magistrales que adquirió José Luis Roca cuando dejó de ser aquel niño prodigio que condensó en una fotografía la trágica muerte de más de cuarenta personas en el pantalán de la Refinería Bahía de Algeciras, a 26 de mayo de 1985. Siguió viendo muertos, a menudo, con su sexto sentido, que le ha llevado a capturar la sombra de la muerte en los arrecifes tarifeños o al otro extremo del mundo. Roca obtuvo el premio Ortega y Gasset con una fotografía espeluznante, la de un espalda mojada zarandeado por el mar y los peces entre los farallones del sur.
Por entonces, quizás fue cuando nos preguntamos si no estábamos incurriendo en un cierto racismo fotográfico al ofrecer a las claras esos rostros ajenos comidos por los peces cuando bien nos cuidábamos de pixelar o de cubrir con una piadosa manta o chaqueta la cara de los asesinados patrios o de nuestros muertos en accidente de circulación. Nunca nos quedó claro ese trato diferente, si tenemos en cuenta que también la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía recurrió en su momento a las fotografías de los cadáveres para que, al menos, sus familias pudieran recobrar su identidad y su última imagen.
Algunos de los fotógrafos que han ido construyendo el imaginario del Estrecho, constituyen incluso sagas familiares: los algecireños Francisco Carrasco, su esposa Juani Ragel y su hijo Andrés pueden servir de perfecto ejemplo de esa sucesión de miradas sobre una realidad misma que cambia poco de generación en generación. Otro de sus hijos, Oscar, fotografía edificios vacíos, lugares de desolación, como si constituyeran el alma del mundo cuya actualidad la brindaban el resto de sus familiares.
Desde Tony Mejías a Shus Terán o el artivista José Luis Tirado con su “Paralelo 36”, nos han brindado un largo retrato robot de treinta años de muertes en la fosa común de nuestro entorno. Lo han hecho con precisión y con ternura, mordiéndose los labios quizá para que sufrieran en cierta medida el mismo daño que sus ojos. Pero el primero en iniciar ese largo camino fue el profesor Ildefonso Sena, editor, escritor y fotógrafo. En noviembre de 1988, cuando oficiaba de corresponsal del Diario de Cádiz en Tarifa, logró capturar en su cámara el primer muerto arrojado por las aguas frente al cristal de nuestra indolencia. El estaba en la playa de Los Lances y siguió estando allí.
Aquella primera muerte sobrevino en la víspera del día de los difuntos. Todo un presagio. El periodista Ildefonso Sena llevaba media vida como corresponsal de la agencia Efe y del Diario de Cádiz en Tarifa. El 1 de noviembre de 1988, alguien le llamó para largarle que había un muerto en la playa. Llegó antes de que el juez levantase el cadáver. Tiró de cámara y lo retrató: bocarriba, con los brazos en cruz, camisa gris, pantalones vaqueros y alpargatas de esparto. Un bulto sin nombre. Sin historia.
Al rato, llegó un capitán de los picoletos, Manuel Prado, con cuatro marroquíes a los que habían detenido sin papeles y en la carretera. Uno de ellos reconoció al interfecto: «Il es mon ami».
El guardia civil no sabía francés. El periodista, si: «Él es mi amigo», le reconoció, todavía pingueando, como si acabara de renacer entre las olas. Y contaron atropelladamente lo que había ocurrido. Sena lo recuerda como si fuera ayer mismo. Que veintitrés hombres se habían hecho a la mar y sólo cinco sobrevivieron: un patrón sin demasiados rudimentos para navegar, el viento que roló a levante, con fuertes rachas en el carbón de la noche; el espejismo de las luces de la gasolinera a las afueras de Tarifa, que confundieron con las de la urbanización Las Cañas, mucho más lejana.
- Tiraos al agua y avanzad hasta allí. Seguro que ya hacéis pie.
Inch Allah, la expresión más popular del Estrecho. Sin embargo, no hacían pie y no sabían nadar. Algunos se dieron la vuelta y provocaron que la barca volcase. El mar fue escupiendo cuerpos sin vida y sin sueños: once en los días siguientes. No había depósitos donde meterles. Ni un lugar apropiado en el cementerio: “Los pescadores hablaban desde hacía mucho que veían cuerpos entre dos aguas, pero aquel fue el primero que llegó hasta las playas”, sigue evocando Ildefonso Sena, tanto tiempo después. Otros siguieron sus pasos con mayor o menor fortuna. Los únicos que siempre tuvieron mala suerte quedaban al otro lado del objetivo. Pero, al menos, nos han dejado esos testimonios gráficos de un viejo crimen en el que, como escribí hace mucho, le seguimos teniendo más miedo a las víctimas que a sus verdugos.