Fotografía: Jesús Massó
Yo no he visto naves ardiendo más allá de Orion, ni siquiera rayos C brillando en la oscuridad. Soy un tipo normalito, del montón, pero vivo en una ciudad pasmosa. Insisto, ésta es una ciudad disparatada, la Macondo del Atlántico. Cómo, si no, describir un lugar en el que su mejor juventud se ha marchado en busca de un futuro mejor, mientras que la aspiración suprema del resto consiste en salir vestidos de suboficiales austrohúngaros, aporreando un tambor detrás de un paso de semana santa.
Sí, es ésta una ciudad extravagante que interpreta el progreso a su manera. Hace unos años eso del carril-bici era cosa de guiris. Sin embargo, cuando llegó aquí esa novedad, se hizo uno en el Campo del Sur quitando espacio a los peatones, en vez de a los coches. Algo único que urbanistas de todo el mundo deberían venir a estudiar.
Se dice que estos fenómenos ocurren porque la ciudad estuvo dirigida en las dos últimas décadas por un equipo de señoras anacrónicas, hermanos mayores, profesores de religión, pijos de serie B y muchachos antigüitos. En fin, soberbia, ambición e ignorancia.
Vale, pero debe haber algo más que explique que esta ciudad cante y se ría de su pobreza dickensiana. Y debe existir algo más que dé con el secreto de la momificación de sus barojianas instituciones culturales. Para describirlas, bastaría decir: “Justo lo contrario de lo subversivo”. Un amojamado enigma que deberían venir a estudiar los expertos de la industria conservera de todo el mundo.
Igual que los más prestigiosos antropólogos y sociólogos deberían venir a estudiar un grupo humano con hábitos de presunta clase alta, cuyo comportamiento, jactancioso y cateto, dejaría como unos harapientos a la buena sociedad de aquella Vetusta imaginada por Clarín.
Esta minoría de inspiración pemaniana, que vive embutida en las entretelas de las fuerzas vivas de la ciudad, es una versión gadita de la insana élite de “Cosecha roja¨ de Hammett. Así, aún se obstinan en creer que son los legítimos propietarios de la ciudad, gobernando desde los veladores de un machadiano casino provinciano. Persisten en opinar que “lo de ahora” es un simple contratiempo que pronto se arreglará y volverá el viejo orden. El de siempre. Como Dios manda…
No les importa que la ciudad presente signos de descomposición y que sólo puedan vivir de su carroña los gusanillos del turismo. O mía o muerta, dicen.
Dickens, Borges, Baroja, Hammett, Machado, Clarín, García Márquez, nos hablan al oído mientras la vida continua su curso rutinario, indiferente, gente que ríe, gente que llora, gente que vive y otra gente que vive en el límite de la pobreza, como si la pobreza tuviera límites; hay fiestas, escaparates, luces, pero la vida sigue mediocre y asustadiza como la de un oficinista con hipoteca.
Pero hay esperanza: un nuevo Cádiz se está abriendo camino. Trabajosamente, con dificultades. Hay esperanza.
Se va pudiendo…