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J garcia
Imagen: Pedripol

Que hoy asumamos que el género es mayormente una construcción cultural (debe de hacer lo menos más de medio siglo que Simone de Beauvoir dijera aquello de “una no nace mujer, llega a serlo”) tampoco significa que este sea un disfraz que uno pueda quitarse y ponerse a su antojo. Debe producirse una repetición (iterabilidad, que diría Judith Butler) de las pautas y expresiones de género para que estas se incorporen a nuestra morfología, después a nuestra identidad y, finalmente, a la encarnación de un determinado sujeto sexuado. Sin embargo, si la teoría del género ha tratado de liberar a las mujeres del postulado de la biología-como-destino, no pareció mucho más emancipador establecer después ese otro paradigma de la cultura-como-destino.

La mencionada Judith Butler revolucionó en los noventa la teoría feminista con su emblemática obra Gender Trouble (posteriormente vertida al castellano bajo el título de El género en disputa), en la que ya planteaba que las prácticas de género dentro de la cultura queer a menudo tematizan ‘lo natural de ‘el hombre y la mujer’ en contextos paródicos que evidencian la construcción performativa de lo que venía entendiéndose como un original y verdadero ‘sexo’. Es decir, que el travestismo, en sus múltiples variantes y expresiones, es una práctica cultural que produce subversivas discontinuidades entre el sexo, el género y el deseo, llamando así a cuestionar sus históricas relaciones.

Es por este carácter paródico del travestismo que yo también lo considero una práctica netamente carnavalesca. Un terreno abonado pero aún ignoto para los historiadores del Carnaval: qué tienen de subversivo, de crítico, además de divertido, esos viajes nocturnos de los gaditanos y gaditanas de lo cis a lo trans, del binarismo duro a la fluidez del género, la transtextualidad (y no mera puesta en escena de tipos carnavalescos) de Las pinchapelotas. Dejo la pelota, y nunca mejor dicho, en el tejado de los eruditos y eruditas de la cosa, que yo no lo soy.

En lo que sí me apetece seguir abundando es en este radical cuestionamiento del proceso de ‘naturalización’ del sexo y el género que acometen los feminismos queer a partir de las últimas décadas del pasado siglo. De acuerdo a esta nueva epistemología, el travestido (¿tendría sentido decir también ‘ y la travestida’? queda muy binario, ¿no?) representa no la copia de un original, sino más bien la copia de una copia, la representación de una idea de lo original, de un ideal fantasmático. Si repensamos a Lacan y su concepto de mascarade, podríamos afirmar que si ‘el ser’, esto es, la especificación ontológica del Falo, no puede ser entendido más que como mascarada, podríamos entonces restringir todo ser a una forma de apariencia, la ‘apariencia de ser’, con la consecuencia de que toda ontología del género sería reducible al juego de las apariencias. Volviendo a Butler, la ‘comedia heterosexual’ desmonta la falacia de una heterosexualidad naturalizada. La simpleza de los enunciados que nos muestran una humanidad dividida en ‘hombres y mujeres’. Liquida la mayor parte de las teorías sobre la diferencia sexual.

Aunque no todo es acto de subversión política. La desnaturalización del sexo y el género también implica asumir muchos riesgos. El travestismo, en el contexto paródico del Carnaval, está más o menos asimilado por la población. Pero existen otros contextos en que la recepción de estas trasgresiones del statu quo sexogenérico no resulta tan indolora. Por eso, históricamente, la noche ha sido el refugio de los travestis. “El día significaba para nosotras la violencia”, comentaba no hace mucho en un reportaje para televisión una colega de la plataforma político-cultural El Porvenir de la Revuelta. Una violencia y un rechazo de las que, por cierto, también han sido partícipes otras corrientes del feminismo, que veían en el travestismo la materialización de una impostura, la exaltación de esa ‘hiperfeminidad’ que el patriarcado adora y que cosificaba a las ‘verdaderas mujeres’. Aunque hoy casi todo el mundo sabemos que cada uno de nosotros y nosotras no somos otra cosa que la encarnación de los referentes culturalmente disponibles en nuestro espacio social y en nuestro tiempo.

Así las cosas, ya he desempolvado y sacado del baúl mi viejo disfraz de monja descocada. Para perderme en la noche carnavalesca. Para disfrutar del tránsito al ‘otro lado’ de mi identidad social. Para asustar a los píos de corazón. Para poder gritar por entre las troneras de la Muralla de San Carlos el eslogan publicitario de la colonia masculina que más me ha cautivado en los últimos años (el eslogan, no la colonia): “I’m not going to be the man I’m expected to be any more”.

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