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Autorretrato grande

Ilustración: The Pilot Dog

En la madrugada del Viernes Santo la buena Siesa acude, ataviada con sus ropas más oscuras, a la iglesia de Santiago, dispuesta a salir en el Ecce Mater Tua. Lleva haciendo penitencia en esta congregación desde que tenía 18 años y su madre pagó la primera cuota. Desde entonces, y sin faltar ni una sola vez aunque la azotara la fiebre, la Siesa ha ingresado el dinero correspondiente y ha procesionado con mantilla y rictus triste junto a otras mujeres, pidiendo por la humanidad, el cambio climático o un centro histórico peatonal.

Este acto de fervor es uno más entre los actos tradicionales que conforman el folklore siesil, que aunque lleno de comportamientos que a priori pudieran parecer religiosos, poco tienen que ver con la fe en su sentido cristiano. No es que la Siesa crea en Dios o en la iglesia como institución, simplemente es una muy interiorizada idiosincrasia familiar la responsable de que ella sea devota del Ecce Mater. Porque en la familia de la Siesa se cree en la Virgen como modelo a seguir en actos de folklore y se le llevan nardos, de la misma manera que se celebran los santos de María: María Concepción, María Asunción y Dulce Nombre de María. Porque la Siesa, aunque su nombre no importe, también es María algo.

Puestos a creer sin pruebas, en el esquema de creencias de la Siesa se sitúan a la misma altura La Dolorosa  y San Cucufato. Ella sabe que si algo se pierde no tiene más que atarle nudos a las esquinas de su pañuelo, objeto que siempre lleva remetido en la manga de la mano izquierda o en el entreteto si es verano. Su certeza sobre los actos milagrosos de San Cucufato es tal que llega a usar la cantinela en cualquier situación desfavorable cuyo desenlace quiera cambiar.

San Cucufato, San Cucufato, los huevos te ato,

Si no baja el recibo de la luz

No te los desato.

En la misma línea anterior, la Siesa está convencida de los beneficios de la homeopatía, la existencia de seres extraterrestres, o de que la visitan ocasionalmente presencias fantasmales. Esto último constituye un hecho fehaciente que la Siesa comenta con normalidad, como quien habla de lo caros que están los limones esta temporada. Los fantasmas, espíritus, entes, presencias, aparecen de vez en cuando en la vida de la Siesa, dando mensajes en la mayoría de los casos insustanciales, aunque en ocasiones son de vital importancia para el “aquí y ahora”.

Sin ir más lejos, la madrugada del 1 de Noviembre, noche de difuntos, la Siesa había recogido los restos de una escueta cena y se disponía a sentarse tranquila en su butaca hecha a culo, personal e intransferible, mientras disfrutaba de los sonidos de la noche oculta tras la cortina. Allí se tomaría su cerveza deleitándose con las distintas historias: la pelea de novios, las trifulcas interculturales, el niño que llora, el borracho que declama. A nuestra Siesa gaditana le gustaba pensar de sí misma que era una cotilla antropóloga, una estudiante en un Master carísimo de sociología sobre el comportamiento humano, y dibujaba mentalmente cada escena entre sorbo y sorbo a una cerveza que le sabía a gloria.

Pero esa noche parecía distinta. Esa noche no había rumor alguno en la calle. Hasta que lo escuchó. Un sonido diferente, como de minúsculas patitas recorriendo una superficie. ¿Qué era eso? Fuera lo que fuera era negro y se movía en el interior de su casa. La Siesa miró al techo, como un resorte, y supo qué era incluso antes de verlo.

Una cucaracha rubia y enorme cruzaba el techo en dirección al pasillo. Uno de los insectos más temidos por nuestra protagonista, capaz de transformarla en una componente acrobática del circo del sol. Sin embargo, en aquella extraña noche sin rumores, la Siesa no se movió ni un ápice de su sitio. Se limitó a seguir a la cucaracha con la mirada mientras esta recorría su camino hasta desaparecer en la oscuridad del pasillo. Entonces, como saliendo de su letargo, la Siesa se levantó y cogió la escoba dispuesta a vencer la repugnancia que le producía aquel bicho, acabando con su vida a escobazo limpio, disciplina en la que era cinturón negro y tercer Dan. Pero cuando se asomó a la penumbra algo la hizo frenar en seco.

Allí, perfectamente visible, se asomaba una figura que ella conocía muy bien y que dijo con voz clara algo que no fue capaz de asimilar en ese instante:

Ha llegado el momento. Tienes que prepararte.- quien pronunciaba estas palabras era su padre, muerto y enterrado hacía ya 20 años.

A la Siesa no le extrañó la aparición, ni siquiera que fuera aquel insecto el preámbulo que anunciara aquella presencia fantasmal. Siempre supo que su padre se reencarnaría en una cucaracha. Por eso, aún no habiendo entendido exactamente el significado de la frase, supo en su interior que lo que le decía era cierto: tenía que prepararse.

Y es que, si algo caracteriza a la buena Siesa es el hecho irrefutable de que ella es “La Elegida”. De esta evidencia podemos encontrar documentación en multitud de textos históricos de diferentes culturas a lo largo de toda la geografía mundial. Sin ir más lejos, los Amish tienen la leyenda de una Siesa Suprema que librará al mundo de pamplinas (pamplinish en Amish). Así que nuestra Siesa asumió inmediatamente su cometido de Elegida y se preparó para ello –aunque no sabía muy bien qué es lo que tenía que hacer, algo característico en los Elegidos-. Se enfundó unas zapatillas de paño, cogió una Rebequita de entretiempo para protegerse de la humedad nocturna gaditana y su sartén de teflón mediana, en la que hacía las tortillas de papas camperas, a modo de arma improvisada.

Cuando salió por la puerta de su casa se cruzó con la vecina del quinto en camisón, que también bajaba las escaleras. Saludó con su gruñido habitual pero la vecina no pareció percatarse. Poco dada a interpretar emociones ajenas, la Siesa le restó importancia y continuó piso abajo. Mientras avanzaba observó cómo se abría la puerta  del segundo y salía toda la familia en fila india: el niño, la niña, el abuelo, la madre y el padre. Todas en pijama. Poco a poco, nuestra protagonista fue encontrándose con su comunidad de vecinas al completo, incluida la señora esa que no salía nunca a la calle porque estaba mala de las piernas. De alguna manera, parecían acompañarla en su descenso. Ni una sola de ellas pareció darse cuenta de su presencia, pero a la Siesa no le extrañó, puesto que hacía tiempo que le hacían el vacío.

 

Una vez en la calle, la Siesa observó atónita cómo iban pasando por delante, como en peregrinación, muchísimas personas en pijama y camisón. Era una marea de insomnes paseantes a la que se unieron con naturalidad las vecinas de la Siesa. Había mujeres con calcetines, hombres en calzoncillos, algunos descalzos,  pisaban charcos como si no importase nada, ni siquiera esquivaban esos hongos autóctonos  llamados mojones que pululaban por la ciudad gaditana. Era muy raro. Caminar por la calle de noche en pijama puede ser, hacerlo con mojones estrujados entre los dedos de los pies sin inmutarse, no.

Estaba ocurriendo algo paranormal sin duda. Pero no pasaba nada porque ella era la Elegida.

 

La buena Siesa y el monstruo (Parte II)

Decidió seguir a la multitud con la esperanza de que hubiera una fiesta cultural de estas nuevas que hace el ayuntamiento.

A medida que avanzaba se unía más y más gente, todas mirando al frente, como hipnotizadas.

¿Estarían oyendo algo que ella no podía oír? Por un momento se le vino a la cabeza el cuento del flautista de Hamelín. Tenía que llegar a la cabeza de esa peregrinación cuanto antes. Comenzó a adelantar muy rápido pegando pisotones como sin querer y así llegó a la Plaza de la Catedral, donde todas las personas que iban llegando estaban colocándose en círculo y mirando a un punto fijo en el centro del plano de mármol que hay en el suelo de la plaza. De pronto pareció que un corazón gigante comenzara a latir, como un timbal de proporciones gigantescas que hacía retumbar el suelo y todos los órganos en el interior del cuerpo. La tierra temblaba mientras el latido parecía acelerarse hasta volverse frenético. Entonces, en el punto del suelo donde se fijaban todas las miradas, se abrió un agujero enorme. De su fondo surgió una peste reconcentrada que tenía que ser por lo menos de los tiempos de los fenicios. Y de allí, poquito a poco, como si fuera una pompa, comenzó a emerger un ser informe, de aspecto repugnante, que parecía estar compuesto de toallitas higiénicas. Millones y millones de toallitas húmedas daban forma a un monstruo con ojos rojizos y una boca llena de dientes con hilillos de caca.

A la Siesa le vino un vahído, pero se contuvo, no en vano era la Elegida. Entonces el monstruo abrió la boca y sin decir ni hacer nada, la gente caminó hacía ella metiéndose hasta el fondo. De vez en cuando el monstruo cerraba la boca y tragaba y se hacía más y más grande. El asqueroso monstruo de toallitas húmedas estaba engordando a costa de gaditanos inconscientes.

La Siesa entonces notó que alguien le daba un toquecito en el hombro y, al girarse sartén en mano dispuesta a pegar teflonazos a diestro y siniestro, vió a Jose Antonio Aparicio Florido, el presidente del Instituto Español para la Prevención de Desastres, que le hablaba con un urgente tono académico.

Le explicó que Cadiz había llegado a un colapso higiénico que había provocado un desastre natural en forma de monstruo con el fin de reestablecer el equilibrio ecológico del ecosistema del casco antiguo. Le contó que el monstruo emitía una especie de sonido hipnótico y que seguramente ni él ni ella eran proclives a esta emisión porque se lavaban con agua templadita en el bidet, en lugar de usar las malditas toallitas húmedas que tanto daño le hacen al medio ambiente.

-¿Y cómo podemos detenerlo?- ante esa pregunta J.A.A.F. chupó generosamente el dedo índice de su mano derecha y lo elevo al cielo, frunció el ceño, inspiró con fuerza abriendo al máximo sus fosas nasales y movió las orejas elevando las cejas. Tras eso, soltó un speech cargado de lógica técnica y didáctica que venía a decir algo así como que la única manera de destruir al monstruo era desde dentro, de forma que se desintegrara y así no dejarle cumplir la función que tenía como desastre natural limpiador. Además, había que hacerlo rápido porque no paraba de crecer y estaba a punto de saltar el levante. Dicho esto se despidió y se fue a un congreso, dejando a nuestra heroína sola ante aquel monstruo apestoso, desagradable de ver y en el que el marrón adquiría una gama infinita de manifestaciones y texturas.

La Siesa puso su cabeza a pensar, estrujó el cerebro como nunca lo había hecho, colocó las yemas de los dedos en la frente y apretó. Entonces lo vió allí, sobresaliendo de la manga izquierda estaba su pañuelo de tela, ese que le quitaba el moquillo y el sudor en momentos oportunos. Se le vino a la mente una idea loca, idea de Elegida, de estas que no tienen ni piés ni cabeza pero que parecen encajar perfectamente en los desenlaces de los cuentos.

Se puso delante del monstruo y sacó el pañuelo. Con una destreza manual digna de muchos años de scouts comenzó a atar nudos mientras entonaba una letanía por todos de sobra conocida.

San Cucufato, San Cucufato, los huevos te ato,

 Si no aparecen todas las monedas perdidas por los desagües,

no te los desato.

Inmediatamente el monstruo la miró y, en sus ojos de bestia, la Siesa no vió maldad alguna, más bien la razón que da el universo para cobrar injusticias ante una ciudadanía muy guarra inconsciente.

Cuando terminó, nada pareció ocurrir; el monstruo seguía tragando gente y engordando sin parar. La Siesa estuvo a punto de no creer más en historias de siesas, pero de pronto, notó una luz cegadora en la cara. Un haz de luz que provenía del interior del monstruo. Entonces todo el cuerpo de aquel ser pareció atravesado por cientos de haces de luz, iluminándose por dentro y explotando finalmente en millones de pedacitos minúsculos que se llevó el viento.

Por el camino dejó un reguero de monedas de todos los tiempos y a todas las personas que habían sido tragadas.

Mientras esto ocurría la gente pareció recobrar el dominio de sí y, poco a poco, fueron marchándose a sus respectivas casas sin hacer preguntas, porque el pueblo gaditano es así, inconsciente y poco rencoroso.  En el olvido selectivo de los momentos de crisis que habían vivido minutos antes, pasaban por delante de la Siesa ajenos por completo a que era ella, la Elegida, la que había hecho posible su regreso a casa.

Con respecto al agujero por el que había salido el monstruo, la Siesa cuenta que observó como se formó una especie de montículo pulido que sellaba para siempre aquel abismo. Como en la Catedral estaban expuestas diversas obras de Henry Moore a nadie pareció extrañarle la existencia de aquel montículo. Los profanos en la materia no tardaron en asimilarlo como una pieza más de la colección mientras que los entendidos, a pesar de notar enseguida que esa “obra” no eran más que un montón de rocas sin sentido, no dijeron nada no fuera a ser que los desterraran del círculo de intelectuales de la ciudad.

Y así fue como nuestra Siesa, una vez más, heroína anónima capaz de enfrentarse a monstruos terribles , hizo mutis por el foro, no sin antes meterse en los bolsillos todos los euros que pudo rescatar del suelo.

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