Fotografía: Jesús Massó
O al menos del buen hacer en la gestión de lo público. Nadie valora que la acción política sea fácil ni sencilla, pero tampoco se trata de una labor hercúlea, que requiera cualidades excepcionales. Se trata nada más y nada menos de resolver los problemas colectivos de los ciudadanos, echando mano de la capacidad, la transparencia y la honestidad.
Es cierto que en la historia de casi 40 años de democracia en España se ha consolidado una especie de darwinismo al revés entre la clase dirigente, es decir, sobreviven y se enquistan aquellas personas que no solo no son las más aptas, sino que atesoran las peores habilidades sociales: ineptitud, patriotismo de partido y afán de poder. Aunque nuestra democracia sea limitada y menguante, en el caso de los partidos, prácticamente sin excepciones, no ha penetrado el control democrático, además de que la partitocracia se ha adueñado de casi todas las instituciones.
Vamos al grano. ¿Cuáles deberían ser las cualidades de un gestor público genuino? Poseer una formación política básica, contar con determinados conocimientos técnicos y (last but not least) haber pasado por experiencias laborales y sociales.
Si pasamos revista a los políticos que ejercen la gestión pública desde la Administración (estatal, regional, provincial, local), comprobamos las carencias e insuficiencias de la mayoría de ellos. Sin poner nombres y apellidos (el sabio lector que nos lea lo puede hacer sin remilgos), es abrumadora la cifra de políticos que desconocen completamente la materia o el área que gestionan, que carecen de cultura política (o de cultura en general) o que no se han fajado con el mundo del trabajo ni del activismo social. Es cierto que rodearse de asesores cualificados puede aminorar este desastre, pero no lo resuelve; además, en muchos casos la elección de los asesores no viene determinada por su cualificación, sino por su cercanía ideológica o por parentesco.
En asambleas de Ganar Cádiz en Común yo he escuchado eso de que “cualquiera vale para asumir responsabilidades de gobierno”, que basta con escuchar a la gente y que gobernar es tener paredes y techos de cristal (no por lo frágil, sino por la transparencia). Este cualquierismo es un pensamiento letal por lo extendido y generalizado que está entre las fuerzas de izquierda. Evidentemente no estoy reivindicando el gobierno de los expertos y de los técnicos, sino solo exigiendo un mínimo de rigor para dedicarse a la a veces ingrata y a veces satisfactoria acción política.
También sería bueno desterrar el culto a la juventud como supuesta solución al anquilosamiento de las instituciones. Con ser cierto que la juventud introduce nuevos puntos de vista y nuevas actitudes, también es verdad que contar con poca edad no es garantía de acierto. Lo mejor es combinar la frescura con la veteranía y es en esa sinergia donde pueden surgir ideas innovadoras.
Y por último, una reivindicación de la democracia representativa. Una exquisita combinación de democracia directa con la delegación de responsabilidades es lo que mejor funciona. El asamblearismo puede ser paralizador, además de que en ocasiones lo que hace es encubrir la indigencia de ideas del administrador, que endosa la responsabilidad de la toma de decisiones al administrado. ¿Una muestra cercana? El debate sobre las barbacoas del trofeo Carranza, desparrame para el cual la concejalía gaditana no tenía alternativas y que (afortunadamente, en este caso) desplazó a una comisión de participación que optó por lo evidente: su supresión. Confiemos que no ocurra lo mismo con otro problema de convivencia que tiene o puede tener la ciudad de Cádiz: el botellón juvenil, para el cual también el ayuntamiento ha optado por un “proceso participativo” que aclare las ideas.
Nadie asegura que ser político o estar de responsable político sea fácil, pero saber generar confianza entre los tuyos y ganarse el respeto de los adversarios, deberían ser requisitos indispensables